Aunque sucede todos los años no deja de maravillarme la noche en la que no sé quién, sin avisar, pinta Galicia de amarillo. Tiene algo de mágico ese primer viaje en el que disfrutas de su anónimo trabajo mientras conduces deslumbrado por el color que ha conquistado las cunetas. A brochazo limpio, el enigmático artista da por finalizado el crudo invierno e invita a soñar con un futuro cercano sin plumíferos ni calcetines de lana. Y este año tengo la impresión de que se ha esmerado en su trabajo. A lo mejor es porque estamos muy necesitados de que alguien ponga color en nuestras vidas, pero el amarillo me parece casi irreal, tanto que ayuda a olvidar que el año pasado por estas fechas vivíamos en un confinamiento trazado en blanco y negro. Hasta tengo memorizadas las curvas tras las que me espera un mar limonado. Las tomo, estiro un poco el cuello, y allí aparece ese chorro de luz. Sé que dentro de poco no brillará tanto, que dejará paso a colores más acordes con el paisaje. Entonces los viajes volverán a ser reales y empezará la cuenta atrás para que, una noche, alguien pinte de amarillo Galicia de nuevo y ayude a que aquella primavera que vivimos en blanco y negro quede un poco más lejos.
