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Mi moneda de cinco duros

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Lo peor de la llegada de los euros fue haber convivido con las pesetas. Me pasé la infancia escuchando a mis abuelos historias en las que se pagaba con cosas tan extrañas como patacones y, en el momento en que Europa lanzó la moneda única, supe que algún día yo sería el anciano que contase batallitas sobre lo que se podía hacer con un talego. Tal vez por eso no formé parte de la gente que se quedó de recuerdo pesetas en alguna de sus formas... bueno, miento, guardé una moneda de cinco duros, pero no sé dónde. Lo hice sin ganas, consciente de que nunca la encontraría, pero la había deseado tanto para poder jugar a las maquinitas que me vi obligado a tener un cariño con ella. La engañé y me engañé a mí mismo. Ahora me entero de que en España hay 1.586 millones de euros en pesetas y de que el 30 de junio es el último día para poder canjearlas. Después no valdrán nada, ni un patacón. Hace mucho tiempo que cuento historias de cómo era vivir en el mundo de las pesetas, como la clásica de que para jugar a los videojuegos teníamos que meter una moneda en la máquina, una moneda de cinco duros; como la que perdí y ahora duerme tranquila en algún lugar sin miedo a que la canjeen antes del 30 de junio.

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