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Una herida en el recreo

Un patio de un colegio. ARCHIVO
photo_camera Un patio de un colegio. ARCHIVO
Pese a que ya no tengo edad para esas cosas, me he hecho una herida en una rodilla. Es de libro, digna de un recreo con el suelo mojado. Cada poco la toco y, desde que tiene postilla, me propongo no arrancarla, aunque es imposible resistirse. Lo sé desde aquellos días en que lo hacía a escondidas para no ganarme una bronca. Pensé que con la edad iba a ser distinto, que con la experiencia iba a dejar la rozadura a su aire, pero el proceso es exactamente el mismo. Se empieza por arrancar los bordes que están secos hasta que un pinchazo te avisa de que esa costra aún no está madura. La sangre brota de nuevo y decides parar. No hay nada peor que reabrir una herida. Pero al cabo de un rato estás atacando por otro costado, como a escondidas. Son siempre batallas periféricas, porque el centro, el núcleo, es inalcanzable; el dolor mismo te frena solo con rozarlo. El verdadero problema sigue ahí y hay que aceptarlo. No queda otra que aprender a convivir con él y esperar que un día, después de que el tiempo cumpla en silencio con su trabajo, se esfume. O como mucho que quede una cicatriz de recuerdo. Es curioso lo mucho que se parecen las heridas de los recreos a las de los mayores; a las que sangran por dentro.

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