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Fue en un pueblo sin mar

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Todo empezó con una charla telefónica entre desconocidos la noche del miércoles que concretó una cita para el día siguiente. ¿El lugar? Una dirección. Tenía claro a lo que iba y la hora: las diez, pero no sabía muy bien dónde. Guiado por el móvil me presenté en el sitio exacto para descubrir que había quedado en la casa en la que despilfarré buena parte de mi infancia: la de mis primos, que también se había hecho mayor. Tanto que casi no la reconozco. A Enrique Urquijo y Joaquín Sabina les pasó algo parecido cuando regresaron a un pueblo con mar y en vez de un bar se encontraron con una sucursal del Banco Hispano Americano. Ellos buscaban a una chica, yo también. Y allí estaba, esperando para cumplir con su trabajo en lo que yo creía que sería para siempre un garaje en el que poder volar montado en bicicleta. Nos saludamos, me invitó a que me quitara la chaqueta y me ordenó que me tumbara. Mientras a mi espalda la escuchaba preparar los artilugios para ponerme la anestesia intenté tranquilizarme y reuní fuerzas para aceptar que aquella muela estaba sentenciada. Después sentí que se acercaba y eché un desesperado vistazo al reloj para ver si ya había llegado la hora. Y sí. Nos habían dado las diez.

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