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El maldito Fortnite

Adrián Ben se quejó de no poder compaginar su vida como atleta con los estudios y su profesor le dio a elegir entre sus entrenamientos o unas prácticas. ¿Debería haber sido más flexible? A veces creemos que la vida del deportista siempre es de color de rosa

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El otro día conseguí por primera vez que mi sobrino me mirase como a un héroe. Y sin esfuerzo alguno. Bastó con que me viera en una foto junto a Jorge Prado, su ídolo, su sueño. No le entraba en la cabeza que el carroza de su tío compartiese plano con su héroe, el protagonista de los vídeos de Youtube que se sabe de memoria.

Mi sobrino tiene once años y a esa edad todos soñamos con convertirnos en Jorge Prado, sea morotista, futbolista, baloncestista, atleta... Todos imaginamos pasarnos la vida dando saltos, metiendo goles, haciendo mates, corriendo más que nadie... A los once años nos permitimos el lujo de soñar que podemos seguir jugando toda la vida.

La paradoja es que la mayoría de esos espejos en los que se mira la infancia deja de tener once años muy pronto. Demasiado. El propio Jorge Prado es un claro ejemplo. A esa edad archivó en Lugo los primeros capítulos de su vida para empezar a escribir otros muy distintos en Lommel (Bélgica), la cuna del motocross europeo, adonde le acompañó su padre, que tuvo que abandonar su puesto de trabajo.

En los vídeos de Youtube que devora mi sobrino se ve volar muy alto a Jorge Prado, pero no los esfuerzos que su familia tuvo que hacer para que el talento de del chaval se transformase en un montón de títulos. Eso queda grabado en la memoria de los protagonistas, por eso se les escapan tantas veces las lágrimas en el podio.

Las vidas de los deportistas no son las que se ven desde fuera. Las hay peores, por supuesto, mucho peores, pero no es oro todo lo que relucen por mucho peso de medallas que soporte el cuello. Cuando yo tenía once años Björn Borg llevaba dos retirado, pero aún era el mejor tenista del mundo. Un jugador infalible, imperturbable, que derrotaba a los rivales con su juego y con su mente. Un muro contra el que los mortales acababan estrellando su frustración.

Solo cuando aprendió a masticar esa bilis, a no escupirla, se convirtió en el mejor del mundo

Se me ocurrió ver la película Borg-McEnroe y resulta que el sueco se pasó toda su carrera luchando contra un demonio que llevaba dentro. Desde niño fue un superdotado para el tenis, pero en su mochila cargaba con un carácter que le impedía aceptar la derrota, por pequeña que fuera. Eso le hacía perder el control y solo cuando aprendió a masticar esa bilis, a no escupirla, se convirtió en el mejor del mundo. A los 26 años, cansado de portar esa careta, guardó la raqueta en la mochila para siempre.

Borg no tuvo problemas para llevar una vida más que digna tras su retirada, pero muchos otros no pueden contar lo mismo. En aquellos tiempos un deportista con estudios se convertía en noticia por ser un bicho raro (al menos en España). La mayoría dedicaba al completo su juventud a su profesión, a su juego, y cuando la partida terminaba se encontraba con un vacío inmenso delante. Por suerte eso ha cambiado.

La situación es mucho mejor para los deportistas, aunque se den casos como el que protagonizó el atleta vivariense Adrián Ben, quien a través de las redes sociales denunció que no le cambiaban el horario de unas prácticas pese a que no podía asistir a ellas por cuestiones de entrenamientos y competiciones. "Esto es la universidad, hay que elegir una cosa u la otra", le dijeron.

No seré yo, y tampoco el propio Adrián Ben, quien pida un aprobado solo por tratarse de un deportista de élite, pero si no se les facilita un poco las cosas vamos a volver a una época peor. Y lo que es peor, no me voy a poder hacer una foto con él que algún día deje boquiabierto a mi sobrino. Yo prefiero que se pase un rato viendo vídeos de saltos en Youtube que jugando al maldito Fortnite.

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