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El verano de por aquí

Me pregunto qué pensarán en esas partes del mundo donde siempre es verano cuando el calendario les recuerda que acaban de entrar en él. Eso por esta esquina, como el mar en Madrid, no se puede concebir. Por eso es siempre tan bienvenido. Es sinónimo de cosas buenas, y más este año, que empieza a parecerse a los de siempre; con menos mascarillas, menos restricciones y más niños jugando en la orilla. Incluso sin estar de vacaciones hay detalles de esta época que alegran la vida; los días son más largos —las noches también—, en el supermercado aparecen frutas que echábamos de menos y las chaquetas se hunden en las tinieblas del armario. Todo marcha sobre ruedas y el cerebro va repartiendo pequeñas dosis de alegría por el cuerpo a medida que se reencuentra con las cosas del verano que añoraba. Pero hay algo que nunca recuerda. Llega entonces una tranquila tarde de principios de julio en la que te sientas a ver el Tour convencido de que no puede haber un plan mejor. Hasta que de repente una mosca se te posa en una pierna, la ignoras; se cambia a un brazo, la espantas; te hace un picado hacia la cara, le tiras un guantazo, fallas, y te das cuenta de que, en el fondo, el invierno no está tan mal.

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