Blog | Que parezca un accidente

Y entonces me atracaron

DE PEQUEÑO me llamaba mucho la atención la forma de caminar que tenía mi padre. Siempre daba la impresión de ir con mucha prisa a todas partes. Como si formase parte de una trama de espías que sólo él conocía y en todo momento anduviese tras la pista de un ruso malcarado que se adelantaba cinco minutos a sus pasos. Su zancada era urgente y la acompasaba con un impetuoso movimiento en péndulo de su brazo izquierdo, cercano a lo militar, cortando el aire hacia adelante y hacia atrás mientras su mano derecha sondeaba una y otra vez un bolsillo inagotable en el que, a modo de bombo de la lotería, resonaban varias llaves sueltas y algunas monedas. Me bastaba con escuchar aquel sonido metálico a lo lejos para saber que mi padre se dirigía a algún sitio e iba con mucha prisa.

Pero en realidad no se dirigía a ninguna parte. A mi padre le parecía absurda la idea de pasear por pasear. De salir a dar una vuelta para no ir a ningún sitio. De caminar en círculos, sin un destino fijo, para regresar al cabo de un rato al mismo punto desde el que partió. Así que, cada vez que salía a la calle, andaba muy deprisa. Andaba tan deprisa que tenías la sensación de que no se hallaba exactamente en vertical sobre el suelo, sino en oblicuo. Como Michael Jackson. Él se sentía más cómodo si generaba la ficción de ir a alguna parte y de estar un poco apresurado. Si tenía que hacer algún recado, caminaba muy rápido. Si no tenía recados que hacer, caminaba muy rápido. La cuestión era tener siempre algún sitio a donde ir, aunque no tuviese ninguno.

Con el tiempo descubrí que a mí me ocurría lo mismo. Me siento ridículo paseando. Saliendo de casa, recorriendo un trayecto cualquiera y regresando de nuevo a mi casa, que es el lugar en el que, milagrosamente, ya me encontraba antes de salir. Siempre me imagino a mí mismo desde arriba, dejando un rastro de puntitos rojos sobre un mapa hipotético de la ciudad, completando un recorrido improductivo y disparatado. No me cabe duda alguna de que pasear es muy sano. Ayuda a activarse un poco y sirve para despejar la mente y hasta para pensar con mayor claridad. Pero reconozco que, como le sucedía a mi padre, soy incapaz de salir a dar un paseo si no me convenzo a mí mismo antes de que, si voy a donde sea, es porque necesito ir a algún lado. Llámenme loco.

Ayer por la noche, por ejemplo, me di cuenta de que necesitaba salir a pasear. Me notaba estresado, fatigado, y sentía que se me había colocado sobre la base de la nuca ese inoportuno peso existencial que suele aplastarlo a uno de cuando en cuando a mitad de semana. La típica angustia vital de los miércoles. Sabía que me convenía salir a dar un paseo, caminar un poco y respirar algo de aire fresco, pero no tenía un lugar concreto al que ir y, desde luego, lo que no iba a hacer era volver a poner el barrio perdido de puntitos rojos sobre un mapa hipotético.

Por fortuna, mi mujer entró entonces en el despacho y comentó que había que bajar un momento a la tienda. Se acercaba la hora de la cena y necesitábamos pan. En estos casos "necesitamos pan" suele significar en realidad "Manu, ve a comprar pan", pero en esta ocasión decidió echarlo a suertes allí mismo y le tocó a ella. A mí me pareció una oportunidad estupenda para justificar un agradable paseo nocturno y además apuntarme un tanto en casa, así que me levanté, aclaré la voz, dije algo así como "de eso nada, si hay que ir a la tienda a por pan voy yo", como quien se ofrece a aceptar una misión suicida en una película de Tom Cruise, cogí mi abrigo y me marché sin mirar atrás. Mi familia tenía un nuevo héroe.

Salí a la calle encantado. Eran las diez de la noche y hacía un frío estupendo. Esa clase de frío que se te mete en los ojos y al final te hace llorar. El viento era cortante y ladeado y cada poco tiempo traía consigo una pequeña racha de agua difícil de prever y, por lo tanto, de evitar. Se trataba de un paseo magnífico. Un paseo con un objetivo. Con un lugar al que ir. Un paseo que, a fin de cuentas, no era un paseo. No hacía falta fingir que había un recado por hacer porque, efectivamente, lo había. Qué oportuna había sido la ausencia de pan. Caminaba por la calle pletórico. Sentía cómo comenzaba a despejarme, cómo la incertidumbre vital de los miércoles se iba disipando. Para cuando salí de la tienda con el pan, ya era un hombre nuevo. "No hay nada mejor que ir a caminar de vez en cuando", pensé.

Y entonces me atracaron. Unos chavales con más prisa que yo y cara de leer poesía neotrovadoresca me dijeron que les diese las monedas que llevaba en la mano y me pareció que sería una grosería no atender obsequioso su petición.

Supongo que el azar castiga a veces la manipulación de sus designios. Esa barra de pan no estaba para mí. Y ese paseo, como ahora resulta evidente, tampoco.

Comentarios