Blog | Que parezca un accidente

Vida y muerte de una guitarra

MI HERMANO es un tipo de lo más racional. Una de esas personas con las ideas tan claras que resulta hasta irritante. En el buen sentido, por supuesto. 

Aprecio de él, entre otras muchas cosas, su capacidad para el análisis lógico y objetivo, pero tal vez la característica que mejor lo defina sea su sensatez. Su sentido común y su habilidad para aplicarlo siempre, independientemente de lo personales que sean las circunstancias. Hubo un tiempo, sin embargo, en que el pobre estaba como unas maracas. 

La uña de mi pulgar izquierdo todavía crece asustada por el portazo que pegó un día, siendo niños, justo cuando yo estaba apoyado en el marco de la puerta. Él siempre ha negado haberlo hecho a propósito, pero yo juraría que aquella tarde, de camino al hospital, mientras mi madre sujetaba un pedazo de mi dedo, mi padre conducía a toda velocidad y mi hermano y yo contemplábamos en el asiento de atrás cómo brotaba la sangre de mi pulgar cercenado, durante un instante lo vi sonreír con satisfacción. No estaría mal saber, en cualquier caso, qué diablos le habría hecho yo antes, claro. 

En otra ocasión, estando los dos en el pueblo con mi padre, me di cuenta de que el muy bárbaro estaba intentando lanzar por encima de la verja las crías de una gata que vivía en nuestra finca, convencido de que el pastor alemán que estaba al otro lado daría buena cuenta de ellas. Me acerqué a toda velocidad y le pegué tal patada en el culo que se giró, me miró como Sentencia mira al Rubio en ‘El bueno, el feo y el malo’ y, sin decir nada, gritó: "Te arrepentirás".

Me imaginaba tocando para siempre aquella guitarra

A partir de ahí, todo sucedió a cámara lenta. Yo eché a correr en dirección contraria. Él, aprovechando que mi padre andaba por allí recortando un seto, agarró unas tijeras de podar y las lanzó hacia mí con todas su fuerzas. Por alguna razón, recuerdo aquella escena desde un plano cenital, como si la hubiese vivido desde arriba. Las tijeras me pasaron entre las piernas, seccionando la parte interior de mi gemelo derecho. Si yo hubiese corrido un poco menos o él hubiese tenido algo más de fuerza, me las habría incrustado en la nuca. Mi padre nos metió en el coche a los dos y se dirigió lo más rápido que pudo al hospital, donde me dieron veinte puntos de sutura. Es extraño, pero al contrario de lo que pudiera parecer, es una muesca a la que guardo mucho cariño. Al fin y al cabo, el cabrón quiso matarme, y esa clase de cosas siempre se recuerdan con cierta nostalgia. 

Sin embargo, de todas las locuras de mi hermano que terminaron lastimándome, mutilándome o lisiándome de algún modo, a la que más afecto le tengo es a la que consistió en partirme una guitarra acústica en la espalda. Sin mediar palabra. Sin explicación. Tal vez sea lo disparatado del asunto, de hecho, lo que lo convierta en un recuerdo tan especial. 

Era mi primera guitarra. Con el tiempo he tenido otras, pero aquella siempre será especial. Incluso única. Como muchos otros chavales de catorce años, el futuro consistía en una guitarra. Quería aprender a tocar, tener un grupo, escribir canciones. Un amigo mío, Fernando, que era un virtuoso y un excelente muchacho, se había ofrecido a enseñarme gratis, pero primero necesitaba tener mi propia guitarra. Recordé que en el colegio había un fulano que vendía la suya porque apenas la usaba, así que reuní las quince mil pesetas que pedía y se la compré. Hasta donde yo sabía, era una guitarra de tercera mano y me parecía un buen precio. Mi madre me dijo que un crío de mi edad no debería gastarse tanto dinero, pero quién piensa en lo material cuando se trata de una relación de amor. 

Con aquella guitarra aprendí a tocar. Fernando me descubrió a Neil Young, a Led Zeppelin, a los Who y a Jimi Hendrix. Me ponía sus discos, elegíamos una canción que me gustase, me enseñaba los acordes y a la semana siguiente tenía que saber tocarla de corrido. A veces me descubría a mí mismo practicando sin darme cuenta con la mano derecha contra la camiseta. "Lo más importante –decía siempre Fernando– es saber usar la muñeca". 

Me imaginaba tocando para siempre aquella guitarra. Como la Black Beauty de Jimi, la Micawber de Keith Richards, la First Wife de Ray Vaughan o Lucille, la inseprabale compañera de B.B. King. Algo así como Willie Nelson y su amada Trigger, con la que lleva compartiendo carretera y escenario desde los años 60 y sobre la que suele decir, cuando le preguntan por qué no la cambia por una que no esté en tan mal estado, que el día que ella no aguante más, él se retirará. 

Y en esas estaba, pensando en lo importante que es para cada guitarrista su guitarra, en el estrecho vínculo que se crea entre ambos con los años, cuando mi hermano apareció por detrás y, en un irónico quiebro literario, me partió la mía en la espalda. 

Estos días he tenido que subir a la buhardilla de la casa de mi madre a buscar algunas cosas de cuando yo era un chaval, y detrás de unas maletas viejas, sobre un armario, me he encontrado con mi vieja guitarra. Está inservible. Con el golpe, el mástil se separó del cuerpo y la tapa trasera de la caja se resquebrajó. Lo único que mantiene ambas partes unidas son las cuatro cuerdas oxidadas que le quedan y la vieja funda en la que descansa desde aquel día. 

Ha sido extraño verla tan deteriorada. Cuánto me gustaría hoy en día conservar aquella guitarra. Tenerla en mi casa y tocar un rato con ella de vez en cuando. Si no se hubiese roto, probablemente ahora estaría en mi salón, al lado del sofá, donde en la actualidad está mi segunda guitarra. Sin embargo, de no haber sido por el trastazo, estos días no me la habría encontrado en la buhardilla. Y entonces no me habría acordado de lo chalado que estaba mi hermano cuando éramos unos críos, ni de las muchas burradas que hicimos juntos, siempre entre risas. Y no me estaría alegrando tanto ahora mismo, mientras escribo, de que con el tiempo se haya convertido en ese tío sensato y con la cabeza bien amueblada que es hoy. Ni de que los años lo hayan transformado en el magnífico tipo que es actualmente. Una persona con la que da gusto sentarse a charlar, que es una de las mejores cosas que se pueden decir de alguien. 

Y menos mal, todo sea dicho. Porque si no llega a cambiar, yo ya llevaría varios años criando malvas, virgen santa...

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