Blog | Que parezca un accidente

Una noche de furia

Para un cobarde como yo, la valentía es algo que surge por acumulación. No es un acto espontáneo, como el que cabría esperar de un hombre audaz ante cualquier desafío. Todo lo contrario. Es el resultado de un largo proceso de sedimentación en el que el los arrestos, reprimidos por la prudencia, se apilan unos sobre otros en delicado equilibrio hasta que, al alcanzar un punto crítico, un solo estímulo más provoca el desmoronamiento, y la respuesta, ahora sí, se vuelve inevitable. 

Se parece a ese instante en ‘Un día de furia’ en el que la actitud del dependiente, sumada a todo lo ocurrido con anterioridad, provoca el estallido de William Foster (Michael Douglas). La valentía de los cobardes se articula mediante antiguos engranajes similares. Por sí solas, todas las causas previas no son suficientes para provocar una reacción. Es la suma de todas ellas, y por lo tanto, la última, la que nos arma de valor y nos persuade. 

Experimenté una sensación semejante la madrugada del martes pasado, en Ourense, cuando trataba de conciliar el sueño. Era una noche calurosa, húmeda, adheridaa las sábanas de un modo asfixiante y desagradable. Tenía que levantarme muy temprano al día siguiente y necesitaba dormir. 

De pronto, en mitad de la oscuridad y el silencio —y tal vez porque, como advirtió Borges, lo que llamamos azar es tan solo nuestra ignorancia de la complejamaquinaria de la causalidad— el ladrido flaco y abandonado de un perro callejero se coló por la ventanadesnuda, abierta de par en par. Insistente. Sistemático. Igual. Tres ladridos seguidos cada dos segundos. A los pocos minutos el perro estaba en la habitación, conmigo, dentro de mis oídos. «Son cosas que pasan», pensé. «Tú intenta dormir». 

Pero siguieron pasando cosas. Como si se tratase de una burla del destino y estuviese a punto de asistir a una pieza ensayada, todo lo que en aquel momento podía sonar, comenzó a sonar. Alguien sin tiempo para hacer la colada durante el día accionó los rodamientos oxidados de las cuerdas de un tendal. Dos clases distintas de golpes secos y continuados empezaron a subir por las tuberías desde el primer piso. La siniestra y silenciosa pareja que vive en el apartamento de al lado decidió que aquella era una buena noche para iniciar una discusión. El afónico tubo de escape de una moto. Una cisterna. Un repentino ataque de tos. Todo. Un coro de ruidos urbanos que parecían seguir una cruel partitura se plantó de repente alrededor de mi cama. Justo el día que más necesitaba descansar. No sabía si reír o llorar, pero “son cosas que pasan”, me dije resignado. «Tú intenta dormir». 

Y entonces comenzaron a charlar. A voz en grito. Italia salió más enchufada. España no tenía actitud. Del Bosque carecía de recambios. La convocatoria era un desastre. Y lo de Pedrito, y lo de Pedrito. Unos tipos de lo más desconsiderado se pusieron a conversar debajo de mi ventana como si fuesen las seis de la tarde. Como si el ladrido del perro, los rodamientos del tendal, los golpes secos, la discusión, el tubo de escape, la cisterna y la tos no fuesen ya suficiente molestia. Como si el hecho de que yo tuviese que madrugar al día siguiente les diese absolutamente igual. En mi vida había presenciado un comportamiento tan descortés. Aquello era demasiado para mi paciencia. Era indignante la forma en la que el universo se estaba mofando. Todo tiene un límite. Es intolerable. Todo tiene un límite. Es intolerable. Todo tiene un límite. 

Y entonces exploté.

Me fascina ese momento frágil y exacto en el que el castillo de naipes se derrumba al colocar la carta precisa. Ese instante solemne en el que algo se rompe y por fin encontramos una justificación para actuar. Por saturación. Por agotamiento. Como Michael Douglas en ‘Un día de furia’. 

«Se van a enterar», profeticé. La escena se produjo a cámara lenta. En algún lugar, con gran estruendo, comenzó a sonar la Cabalgata de las valquirias. El propio Wagner dirigía. Salté de la cama como si hubiese brasas entre las sábanas. Me puse unos vaqueros y una intimidante camiseta del Grinch; para que supiesen con quién se la estaban jugando. Me coloqué el reloj en la pulsera por si surgía la necesidad de hacer ademán de quitármelo, me alboroté el pelo, me calcé y salí de casa. En el ascensor, al otro lado del espejo, contemplé al monstruo que habita en mí. Salí a la calle y allí estaban, con una cerveza en la mano, discutiendo a grito pelado si contra Italia tenía o no tenía que haber jugado Casillas. Tenían pinta de estar borrachos y de no tener muy buenas pulgas. A uno de ellos lo conocía. Lo veía a veces por el barrio, siempre hecho unos zorros y con compañías no del todo deseables. Decían de él que le había arrancado una oreja a uno de Lalín en una pelea. Un digno rival para mí. 

Cuando se percataron de que me dirigía hacia a ellos, dejaron de hablar. Me observaron de medio lado, como si no terminasen de creerse lo que estaba a punto de pasar. El más bajito frunció el ceño y clavó su mirada desafiante sobre mí. Se separaron ligeramente, como quien ocupa posiciones antes de ponerse a pelear. El alto, el que merodeaba habitualmente por el barrio, levantó la barbilla e hizo un gesto extraño con la lengua. Parecía que se iba a poner a hablar. Hábilmente, me adelanté a él: «Hola, buenas noches», dije con una amplia sonrisa en los labios, y seguí mi camino. 

Di cuatro o cinco vueltas por el barrio antes de volver. Estuve un rato en el parque, me acerqué al antiguo instituto... Hice tiempo para asegurarme de que no me los encontraba de nuevo al regresar. Cuando comprobé que la calle estaba despejada, corrí hasta el portal, subí a casa, me quité la ropa y me metí otra vez en la cama. Hacía todavía más calor que antes. El perro seguía ladrando. Tres ladridos seguidos cada dos segundos. Insistente. Sistemático. Igual. Tenía que levantarme en tres horas así que pensé que lo mejor sería ignorarlo. «Son cosas que pasan», pensé. «Tú intenta dormir».

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