Blog | Que parezca un accidente

Un sofá para el Principito

A MENUDO, la vida se concreta en anhelos minúsculos y efímeros como tomar un helado de chocolate, mojar los pies en el mar, exhalar una bocanada de un humo espeso y envidiable o encontrar aparcamiento frente al portal. Los caprichos concretos e insignificantes, aquellos de los que incluso podrías prescindir, son los que verdaderamente merecen la pena.

Otras veces nuestros deseos son más trascendentales y aburridos; conseguir un trabajo estable, comprar un piso, formar una familia. Las cosas realmente importantes de la vida. Es en este segundo grupo donde se incluye el propósito improrrogable de comprar un sofá nuevo para el salón. Una vez llegado ese día, todo lo demás carece de relevancia.

Durante la última semana, he invertido todo mi tiempo libre en elegir un sofá. Los hay de todas las medidas, formas y colores. Uno no llega a una tienda, pide un sofá y se lo lleva. No es algo inmediato. Al contrario, el proceso es lento y meticuloso. Consiste en visitar muchos establecimientos y sentarte en todos los sofás que tengas a tu disposición, anotando mentalmente el grado de comodidad de cada uno y dejando que sean tus nalgas las que, en un segundo plano, como un puchero a fuego lento en la cocina, vayan descartando y seleccionando. No hay nada racional en la elección de un sofá. Un sofá es algo que se elige con el culo.

A veces nada se extraña con tanta facilidad como las imperfecciones

Finalmente te decides por uno, lo pagas y te lo instalan en casa. Y tú te quedas frente a él observándolo con recelo, como si se tratase de un intruso, como si fuese demasiado pronto para meter en tu salón a un sofá que no conoces de nada. Entonces te sientas en él con cierto respeto -al fin y al cabo, todavía no tenéis confianza- y compruebas lo cómodo que es. Lo firmes pero mullidos que son sus asientos. Lo ergonómico que es su respaldo. Y piensas en lo nuevo que está. En lo homogénea que es su superficie. En la ausencia de deformaciones y rasgaduras. Es en ese instante cuando comprendes lo mucho que echas de menos tu viejo y estropeado sofá.

A veces nada se extraña con tanta facilidad como las imperfecciones. Ocurre, especialmente, con las viejas relaciones. Como la que tenías con tu sofá, por ejemplo, del que sobre todo echas de menos sus defectos. Como ese extraño hueco en el asiento que se formó aquella noche que no podías dormir y viste seguidas las tres películas de El Padrino. O el reposabrazos que se rompió con el gol de Sergio Ramos en la final de Lisboa. O el bulto que apareció en el respaldo cuando os caísteis hacia atrás jugando con Rufo. O la mancha que no sale de aquellos primeros potitos. No echas de menos tu sofá. Echas de menos todo lo que has vivido en él.

Hay un momento en El principito en el que éste se siente desgraciado porque descubre un jardín lleno de rosas como la que él tenía en su planeta y comprende que no era única. Un poco más adelante, el zorro, después de ser domesticado, le explica que su rosa es especial porque es su rosa. Porque él la ha domesticado. "Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante", dijo el zorro antes despedirse.

Hoy pienso en el sofá de mi salón, tan intacto e inmaculado como cualquier otro, y me doy cuenta de la cantidad de siestas que me voy a tener que echar en él para domesticarlo. No será un trabajo fácil, pero no me queda más remedio que hacerlo si quiero que algún día se convierta, definitivamente, en mi sofá.

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