Blog | Que parezca un accidente

Un día de matanza

CUENTAN QUE hace más de medio siglo llegó a Vigo un barco en el que viajaba un célebre torero que venía de hacer las américas. La ciudad desaguó aquella tarde sus gentes hacia el puerto, que se colmó de prensa y curiosos que querían ver de cerca al famoso matador de toros. Cuando hubo desembarcado, un joven periodista se le acercó y le preguntó cómo iba a hacer para regresar a Sevilla, con lo lejos que estaba. El torero esquivó el embate con media verónica: "Sevilla está donde tiene que estar. Lo que está lejos es esto".

Tenía razón. Galicia es quizá el lugar más lejano del mundo. El punto del planeta más alejado de cualquier otro, se encuentre éste donde se encuentre. De ello se han encargado a lo largo de los años O Courel, Os Ancares, O Eixo y O Xurés, entre otros. Tal vez por eso resulte tan atractivo como destino turístico y en cualquiera de sus estaciones, es decir, invierno y verano, sea sencillo cruzarse en sus caminos con desertores de la gran ciudad que, para encontrarse, necesitan perderse unos días.

Hace dos semanas me tropecé por casualidad con la angustia vital de un grupo de madrileños en su primera huida a Galicia. Todos los inviernos acompaño a mi suegro a la finca de un buen amigo suyo en tiempo de matanza. Probamos las febras -para los no iniciados, chuletillas tiernas que se cocinan a la brasa-, asamos unas castañas y nos llevamos unos chuletones que más tarde ajusticiamos al horno en familia. Pero este año, al llegar, nos encontramos con un grupo de turistas que se hospedaban en una casa rural cercana y en cuyo paquete de actividades de ocio se encontraba la asistencia a la matanza del cerdo. Como quien visita la catedral de Santiago o sobrevuela la muralla de Lugo en avioneta. No se equivocaba E.E. Cummings cuando advertía de que nada retrocede tanto como el progreso.

Galicia es quizá el lugar más lejano del mundo, de ahí su atractivo


Siempre he pensado que unas vacaciones espléndidas deberían ser aquellas que nos llevasen a los lugares más terribles. Aquellas en las que nos aburriésemos tanto o nos horrorizásemos de tal forma que a su finalización no quedase duda alguna de lo feliz que es nuestra rutina diaria. Las mejores vacaciones, por confrontación, deberían ser las peores. Y quiero suponer que aquellas gentes de Madrid opinaban lo mismo.

En un primer momento, cuando los vi al lado de las porquerizas con su impecable indumentaria de safari y sus cámaras de fotos colgando del cuello pensé en aquel capítulo de 'El príncipe de Bel Air' en el que Hilary Banks paseaba por un suburbio de Los Ángeles y se lo tomaba como un parque temático, maravillándose de ver "pobres de verdad". Creí que escucharía cosas como "qué pintorescos son estos gallegos, cuando pasas un rato con ellos parecen incluso como de los nuestros" o "no somos tan distintos, tenemos las mismas costumbres diarias, son casi como tú y como yo". Pero cuando vi la cara de pavor de aquellas señoras contemplando cómo sus maridos, todavía más asustados que ellas, intentaban con todas sus fuerzas empujar a los cerdos hacia el matarife, que aguardaba con su cuchillo y los cubos para recoger la primera sangre, y después de la evisceración ayudaban a colgar al bicho abierto en canal de un gancho para que terminase de desangrarse, comprendí que aquella pobre gente había venido a pasar las peores vacaciones posibles. Se habían propuesto conocer la barbarie para reconciliarse con un mundo de asfalto, estrés y bajas pasiones que habían empezado a detestar. Porque el turismo rural, en el fondo, es la victoria del contraste.

Durante el aperitivo observé que a una de las mujeres le costaba encontrarle el pulso a aquella mañana de matanza. No en vano, las febras que se estaba comiendo eran no hacía mucho la barriga de un inocente animal. Al igual que la esposa de Salvador Sostres, que según una infausta columna de su marido en ABC celebraba lo afortunados que habían sido por no haber nacido en un pueblo, aquella señora sujetaba las manos de su marido sabiendo que era lo más cerca que iba a estar de Madrid en todo el fin de semana y comentaba: "No entiendo cómo alguien puede preferir ser de campo y no ser de ciudad".

Anteayer regresé a la casa del amigo de mi suegro para recoger los primeros chorizos. Lo estuve rondando un buen rato, como un perro indeciso alrededor de un bulto desconocido, pero al final me pudo la curiosidad y le repetí el comentario que dos semanas antes había hecho aquella mujer. Me contestó: "Estas gentes, cuando vienen a hacer turismo, se levantan con el sol, me echan de comer a las gallinas, me sacan las ovejas a pastar y las atienden, desbrozan parte de la finca con un sacho y una azada, empujan a los cerdos desde la pocilga y después se desloman para levantarlos al peso hasta una viga. Hacen todo lo que nadie quiere hacer y encima pagan por ello como si estuviesen en Port Aventura. Lo que yo no entiendo es cómo alguien puede preferir no ser de campo y ser de ciudad".

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