Blog | Que parezca un accidente

Tu libro favorito

LA SEMANA pasada, hace aproximadamente dos o tres meses, un buen amigo me llamó desde la librería Cronopios de Santiago de Compostela. Quería regalarme un libro. Uno de esos con páginas y letras y cubiertas y hasta una faja incómoda y rebelde sobre la solapa. De esos que están muy bien.

Cuando se hallaba frente a la caja dispuesto a enunciar el título y, qué diablos, también el nombre del autor y la editorial, el pobre se percató de que no conocía mis gustos literarios en absoluto. No sabía si me gustaban los rusos. O los realistas franceses. O la generación beat. O los ultraístas. O los hijos de la guerra. Ignoraba si acertaría más con Dos Passos o con Beckett. Ignoraba incluso el nombre de ambos.

Qué aflicción. A él le habría gustado sonar rotundo. Se imaginaba a sí mismo atronando en la librería. Él, que llevaba alrededor de una década sin comprar un solo libro, había fantaseado con la idea de pronunciar el nombre de Dumas o Umbral o Dickens y que su voz retumbase en todos los rincones de la literatura universal. Sin embargo, allí de pie, congelado frente a su orgullo y la caja registradora, ni un solo apellido acudió a su garganta.

No dejaba de pensar en cómo podrían averiguar mi libro favorito

"Me gustaría leer 2666 de Roberto Bolaño, que todavía no la he leído, pero esto a mí no me parecen formas, Higinio", le dije por teléfono después de ser asaltado por una llamada furtiva que reclamaba una confesión repentina y definitiva sobre mis preferencias. "Los libros no se regalan así, telefoneando en el acto para saber qué volumen adquirir. Uno averigua cuáles son los autores predilectos de su víctima, qué época le gusta más, qué género, qué movimiento, qué corriente. Deduce con qué libro puede acertar y entonces lo compra, arriesgando su olfato y su crédito en la operación. Qué mérito tiene que te diga yo qué novela me tienes que regalar". Al otro lado, Higinio asentía con resignación. A los seis días nos vimos y, siguiendo su instinto, me regaló En busca del unicornio, de Juan Eslava Galán. La de veces que la habré leído y releído. Qué pena me dio en ese momento el pobre Higinio.

De regreso a casa consideré detenidamente la posibilidad de que Higinio, sin saberlo, tuviese razón. En realidad, un regalo se hace, sobre todo, para agasajar a una persona por la que sientes afecto. Para que sepa que te has acordado de ella. Es un detalle. Una muestra formal de cariño. Acertar o equivocarse no debería ser lo importante. Sin embargo, cuando uno hace un regalo, desea además agradar. Que a la persona obsequiada le guste aquello que se le ha comprado. Que no sea un detalle vacío. Uno quiere que esa persona disfrute de su regalo. Bien pensado, el sistema de Higinio no parecía tan descabellado. Si es difícil atinar cuando uno regala ropa, cómo no va a serlo regalar literatura. Preguntar directamente quizá carezca de romanticismo, pero se satisface siempre a ambas partes al entregar el libro en cuestión. Yo ahora tendría 2666 e Higinio, pobriño, no estaría tan desilusionado. Resulta mucho más efectivo.

La semana pasada, hace aproximadamente diez o doce días, descubrí una interesante iniciativa que, en caso de funcionar, superaba el método de Higinio y resolvía el problema de la eficiencia a la hora de regalar literatura. Se trataba de una web que, recopilando una serie de datos sobre tus gustos y aficiones, era capaz de adivinar tu libro favorito. Es más, por un módico precio, te lo enviaban a casa dentro de un curioso paquetito sin comunicarte previamente qué libro había sido elegido. De esta forma, uno recibiría su regalo con toda la ilusión del mundo, ignorando en qué título se habrían traducido sus respuestas, y al abrirlo se encontraría ni más ni menos que con su libro favorito. Algún quisquilloso podría objetar que el libro favorito de uno suele estar ya en una estantería de su salón, pero era momento de ser benévolos. "¿Y si mi novela favorita está por ahí en alguna parte y todavía no ha caído en mis manos?", pensé. Habría que estar loco para no intentarlo.

Esa misma tarde rellené el formulario. Me llamó mucho la atención la heterogeneidad de las preguntas. Mientras las contestaba, no dejaba de pensar en cómo podrían averiguar cuál es mi libro favorito a partir de los lugares a los que me gustaría viajar, mis cantantes preferidos o la posición en la que me gusta leer, pero también es verdad que Facebook suele recomendarme la adquisición de objetos que, casualmente, necesito en ese momento, así que quién soy yo para juzgar esa clase de brujerías.

A los tres o cuatro días recibí en mi casa el paquete. Lo abrí con la emoción de un niño pequeño el día de Reyes. Dentro había un ejemplar de El código Da Vinci. "No jodas -pensé-. He tenido que hacer algo mal". Y volví a probar. A veces me distraigo y, cuando me doy cuenta, llevo un rato haciendo una cosa y pensando en otra, totalmente abstraído, a cientos de kilómetros de allí. Así que esta vez cubrí el formulario con mucho cuidado, prestando a cada pregunta toda mi atención.

Ayer por la tarde recibí el segundo paquete. Harry Potter y la piedra filosofal. En el acto llamé por teléfono a Higinio: "En busca del unicornio ya lo tengo, Higinio. La próxima vez piensa un poco y pregúntale al librero, caramba".

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