Blog | Que parezca un accidente

Todo tiene un límite

ENCARGUÉ UN TELÉFONO MÓVIL nuevo y, por alguna razón, lo enviaron a la oficina de Correos de mi pueblo. Me acerqué hasta allí para recogerlo a media mañana, creyendo que a esas horas habría poca gente en la cola, pero me equivoqué: no había nadie. Únicamente el hombre que me atendía tras el mostrador y yo.

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Por más que hago memoria, no soy capaz de recordar el momento en que ese tipo comenzó a hablarme sobre el servicio militar, los soldados de reemplazo y los voluntarios especiales. Cuando quise darme cuenta, me estaba explicando con todo detalle la artimaña mediante la que un tío suyo, oficial de la Armada en Ferrol, lo había liberado de una misión de escolta a bordo de un barco destartalado que debía custodiar a un portaaviones estadounidense hasta los Balcanes.

No niego que la historia me pareciese interesante, pero después de cinco o seis minutos de monólogo, yo solo quería marcharme. Mis respuestas monosilábicas, mis pasos hacia la puerta, todo mi lenguaje corporal tendría que haberle indicado a aquel hombre que eran suficientes batallitas por ese día. Pero el fulano no se callaba. Hilaba una anécdota con otra, cualquier reflexión aleatoria conectaba con la siguiente, su carrete era inagotable... Y si en la vida es importante saber cuándo empezar, mucho más lo es saber cuándo parar.

Salí de la oficina en un descuido, cerré la puerta y me alejé pensando que quizá aquel señor continuase hablando solo allí dentro hasta la hora de comer, abundando en sus peripecias militares, contándoselas a un perchero. Mientras regresaba a casa, la imagen de ese tipo incontenible divagando durante horas, acaso durante días enteros, me pareció divertida y me hizo recordar a aquel pobre diablo al que una vez le entró un ataque de hipo que duró 68 años. Se llamaba Charles Osborne y tuvo hipo desde 1922 hasta 1990. Otro ejemplo que incide en la idea irrenunciable de que, por muy a gusto que uno esté, en exceso todo es malo.

Sea cual sea la tarea que nos ocupe, saber concluir a tiempo es una virtud. Conviene dominar el arte de identificar la justa medida. Los 30 años que el soldado japonés Hiro Onoda permaneció oculto en la selva tropical filipina, de la que emergió empuñando su rifle, convencido de que la Segunda Guerra Mundial aún no había terminado, nos indican que, en determinadas situaciones, probablemente no se leen correctamente las señales ni se produce un control adecuado del timing. Que a lo largo de tres décadas el teniente Onoda no se cruzase con ningún enemigo o no escuchase bombardeos no le dio una pista de que había que ir saliendo del refugio. Que su familia sobrevolase la selva lanzando fotos y cartas explicándole la situación no le dio una idea de que pasar tres décadas escondido puede resultar un tanto excesivo, incluso incómodo para los seres queridos. Que el ejército japonés lanzase panfletos desde el aire con un comunicado del general Tomoyuki Yamashita declarando que la guerra había terminado no le hizo sospechar que la guerra, qué diablos, quizá hubiese terminado.

Cuando por fin fue localizado en el año 1974, el comandante Yoshimi Taniguchi se vio obligado a volar hasta donde se encontraba Onoda y ordenarle expresamente que se rindiese, ya que de lo contrario el soldado continuaría negándose a abandonar su posición. Quizá el suyo fuese un caso de terquedad, de recelo excesivo o de falta de perspicacia, aunque lo más probable es que nos conencontremos ante el ejemplo más legendario de no saber cuándo parar. Sin más.

Lo del funcionario de Correos que me entregó mi teléfono nuevo es menos épico. Sencillamente, el hombre no se daba cuenta de que llevaba ya un buen rato fuera de tiempo. Como le ocurrió, de forma literal, a Sam Bartram, un portero mítico del Charlton Athletic que, en un partido con una niebla tan espesa que incluso impedía ver el terreno de juego, permaneció 15 minutos en la portería ignorando que el encuentro había finalizado y los demás jugadores ya se habían marchado a los vestuarios. Al reflexionar sobre el hecho de no haber recibido un solo disparo en tanto tiempo, le comentó al policía que tuvo que ir a buscarlo: "Ya me sorprendía a mí que dominásemos tanto".

En la vida es importante saber cuándo parar. Tanto por exceso, como por defecto. En 1990, cuando acababa de cumplir 96 años, a Charles Osborne se le pasó el ataque de hipo. 68 años después de empezar. El pobre no tardó en fallecer debido a una úlcera, unos meses más tarde. Tengo la impresión de que, en el momento en que desapareció el problema principal, asomaron los demás, que aguardaban su turno con el cuchillo entre los dientes. Quizá de haber continuado con su hipo, hoy todavía seguiría vivo. Nunca se sabe.

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