Blog | Que parezca un accidente

Son sólo cosas

Ilustración artículo De Lorenzo. MARUXA
photo_camera Ilustración artículo De Lorenzo. MARUXA

RECUERDO CÓMO estaba amueblada la habitación en la que dormíamos mi hermano y yo. Puedo verla. Me veo a mí mismo bajo las sábanas, parloteando con mi hermano en voz baja para que no viniese papá a regañarnos por no estar durmiendo. Recuerdo el olor de aquellas sábanas y de aquella habitación. Era el olor de mi casa. Recuerdo la luz que entraba por la persiana entreabierta y el murmullo de la calle. Cierro los ojos y siento que estoy de nuevo en la habitación de las camas gemelas.

Ilustración artículo De Lorenzo. MARUXAHasta hace algunas semanas, no me había dado cuenta de que podía regresar tan fácilmente con la memoria a aquel tiempo y a aquel lugar. Ni siquiera recordaba esa época con claridad. Sucedió mientras cuidaba de mi hija mayor, que se encontraba mareada. En un momento de la noche me di cuenta de que le estaba dando un suave masaje con el dedo índice entre las cejas para que se relajase, igual que mi madre me lo daba a mí. No sé por qué empecé a hacerlo, fue algo instintivo. Pero de pronto aquel gesto mínimo desató todo un torrente de recuerdos dormidos.

Tengo la sensación de que mi memoria, como mecanismo de protección, ha bloqueado muchos de mis recuerdos. Momentos tristes a los que todavía cuesta enfrentarse, pero también momentos felices que duele mucho recordar. La palabra nostalgia significa, de hecho, el dolor de regresar. Sobre muchos de esos momentos cayó hace tiempo una gota de tinta que lo nubló todo. Una mancha que se fue extendiendo con los años por el papel en el que está escrito el pasado y que, a su paso, emborronó otros muchos recuerdos más. Hasta que un día, sin previo aviso, regresaron todos de golpe.

El azar ha querido que esta semana haya empezado a vaciar la casa de mis padres. La casa en la que me crié. En la que viví con ellos y con mi hermano. Mi casa. No me había sentido con fuerzas suficientes para volver allí desde que falleció mi madre. Pero me siento con muchas menos fuerzas aún para deshacerme de todos los recuerdos que todavía permanecen en ese lugar.

En cada objeto que hay que tirar vive uno de ellos. No son simples trastos los que metes en bolsas de basura. Es tu vida y la vida de tus padres. Un jarrón que en un viaje les pareció bonito —ese jarrón es aquel viaje—. Una figura que un amigo les regaló durante una cena —esa figura es aquel amigo—. Una lámina que mi padre le regaló a mi madre cuando empezaron su relación —esa lámina es su noviazgo—. Cosas que para otra persona no valdrían nada, pero que para mis padres tenían el valor de los recuerdos. Ellos decidieron conservarlas, guardarlas para siempre, porque esas cosas les importaban. Y al deshacerte de ellas tú sientes que estás entrando a hachazos en su pasado y traicionando ese "para siempre". Que estás traicionando esa importancia. Que los estás traicionando a ellos.

Te quedas con muchas de esas cosas. Necesitas que sigan formando parte de ti, por todo lo que representan. Pero no puedes conservarlas todas. Te gustaría se quedasen eternamente donde están, justo en el sitio en el que están.

Poder volver allí de vez en cuando, viajar con la memoria por todos esos objetos. Te gustaría regresar dentro de un tiempo a esa casa y sentarte otra vez en la mesa del comedor, en la que grabaste tu nombre siendo niño. Y enredar con los dedos en los flecos del mantel. Y durante un instante sentir que estás otra vez allí, con tus padres y tu hermano, charlando sobre naderías y disfrutando de la comida un domingo cualquiera.

Pero sabes que no puede ser. Porque esa mesa no va a existir. Ni nada de lo que la rodea. Ni esa vida, que ahora se queda atrás y a la que ya sólo podrás regresar de vez en cuando a través de los recuerdos. Ese momento es doloroso. El momento en el que te das cuenta de que nunca vas a poder volver a casa.

Anteayer, mientras salía con algunas bolsas de basura llenas de recuerdos, me encontré con mi vecina. La de toda la vida. Una mujer a la que tengo un especial aprecio. Le bastó con observar las bolsas durante unos segundos para entender lo que estaba sucediendo. Me miró con ternura y me dijo: "Antes o después tenías que hacerlo". Le contesté que uno nunca se siente del todo preparado para enfrentarse a esta clase de responsabilidades y ella respondió: "Tenemos que sentir apego por las personas, Manuel , n o por las cosas. Y todo esto son sólo cosas".

Me despedí de ella y seguí caminando pensando en lo que me acababa de decir. Ese era precisamente el problema. Si ella tuviese razón, yo no tendría ese profundo agujero en el estómago. Ojalá el contenido de aquellas bolsas de basura fuesen solamente cosas y no una vida entera.

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