Blog | Que parezca un accidente

Ser padres tiene sus cosas

TENER UN HIJO es una cosa complicada. No es como desactivar una bomba nuclear o llegar a un acuerdo para formar gobierno, que son dos tareas que, con un poco de voluntad y buena disposición, podría hacer hasta el más inútil —en el fondo, basta con no ser torpe del todo y mantener intacto el cable que no se debe cortar—. Pero ser padre tiene sus cosas. Y es algo que conviene no olvidar.

En primer lugar, hay todo un proceso previo al embarazo que pocas veces se tiene en cuenta y que puede resultar bastante frustrante. No basta con ponerse a fusionar dos gametos una noche cualquiera, después de ver alguna serie y tomarse un par de copas. A veces pasa mucho tiempo hasta que se produce aquello que la gente de antes llamaba 'impregnación', que suena un poco asqueroso pero resulta bastante gráfico. Pueden ser meses. Incluso años. En ocasiones puede ser necesario recurrir a ayuda profesional. Es algo para lo que uno debe estar preparado, por si acaso.

Pero una vez iniciado el embarazo, la cosa se complica. Hay una parte de tu casa que ahora pertenece al futuro bebé y, por lo tanto, debe adaptarse a él. Comienza así un período de cambios cuyo punto de partida es la transformación de alguna habitación en el cuarto de la criatura. Hay que instalar un par de armarios, varias cajoneras, una cuna, un cambiador, un montón de cosas de colores que son inútiles y a las que el bebé no hará ni caso pero que colgarán por todas partes en la nueva habitación, hay que colocar una pequeña bañera en el cuarto de baño, hay que buscarle un hueco al carrito y hay que poner un balancín en el salón. Donde antes estaba tu guitarra, llenando el lugar con su porte imponente, ahora hay una papelera para pañales. Esa una metáfora inapelable de ese punto de no retorno en tu vida que acabas de superar.

Es entonces cuando llega el momento del parto, con la incertidumbre que ello conlleva. No sabes cuándo se producirá con exactitud. Cada noche de las veinte noches previas crees que cada molestia o dolor es la señal de que ha llegado el momento. Y un buen día comienzan las contracciones. Y los nervios. Y las prisas. E irrumpes en el hospital poseído por todos tus demonios, pensando en que todo lo que podría salir mal, de hecho podría salir mal. Es un momento precioso y horrible al mismo tiempo. Un volumen considerablemente grande debe pasar por un agujero considerablemente pequeño. Cualquiera que sepa un poco de física sabe que eso solamente se le da bien a los fluidos y a los gatos. Si alguien dice que durante el parto de su hijo no lo pasó mal, miente. Especialmente si es el padre, pero especialmente si es la madre.

Una vez tienes a tu hijo en brazos, tu vida se llena de gente. La habitación del hospital se llena de gente. Tu salón se llena de gente. Tu vestíbulo se llena de gente. Tu cocina se llena de gente. Hay un nuevo centro de gravedad en tu universo, que es el bebé, y atrae hacia sí a toda la gente que te puedas imaginar. Incluso los desconocidos de tu barrio, en plena calle, se acercan a hablar con voz de Teletubbie y a toquetear. Es algo contra lo que no puedes luchar.

Y en el medio de la vorágine ves a tu hijo, tan frágil y tan dependiente de ti que te da miedo. No sabes si lo estás haciendo bien. No sabes si estás tomando las decisiones correctas. El bebé no puede explicarte por qué llora, si algo le duele, si tiene hambre, si se ha despertado sintiendo un profundo vacío existencial que lo aboca al nihilismo. Tú tienes la sensación de que estás actuando a ciegas y eso es algo que no se digiere con facilidad.

Pero por fin, cuando te das cuenta, han pasado dos o tres meses y el jaleo se ha ido quedando atrás. Esa montaña rusa de sensaciones se estabiliza y las cosas adquieren de pronto cierta apariencia de normalidad. Te has acostumbrado a tu nueva vida. Te has acostumbrado a tu bebé y él se ha acostumbrado a ti. Han desaparecido los cambios y los nervios y la gente y el miedo y ha llegado la rutina de los primeros meses de paternidad. Una rutina que tardará años en cesar.

Una rutina de biberones cada tres horas, tanto de día como de noche. Una rutina de cambios constantes de pañal, de los que no siempre es posible salir indemne. Una rutina de llantos y de varias horas al día de pie acunando a tu bebé. Una rutina de pediatras y vacunas y y servicios de urgencias de madrugada.

Y es ahí cuando comprendes que todo lo anterior solamente era un calentamiento. Que ahora viene lo jodido de verdad. Y le sonríes al desconocido que te ha parado en plena calle y, con voz de Teletubbie, se dirige a tu bebé mientras te comenta cómo envidia la tranquilidad de los primeros meses de paternidad, antes de que la cosa vaya a más. Y tú te alejas con cara de idiota haciendo cuentas, calculando cuánto falta, aproximadamente, para que tu hijo cumpla la mayoría de edad.