Blog | Que parezca un accidente

Qué bello es viajar en coche

CADA VEZ que viajo a alguna parte, ya sea a otro país o a la provincia de al lado, acostumbro a traerme conmigo una botella de algún vino típico de la zona. Uno del que me haya enamorado perdidamente durante una comida o una cena. Si de algo merece la pena enamorarse perdidamente, al fin y al cabo, es de un buen vino.

Meses más tarde, cuando el recuerdo de ese viaje se va apagando en mi memoria, descorcho la botella y recupero, a través de su aroma y su sabor, algunas sensaciones olvidadas. El resplandor de aquellas casitas blancas a primera hora de la mañana; el silencio azul y cálido de aquella terraza; el rumor de aquella playa y aquellas noches y aquellas tascas. Es formidable el modo en que a veces el paladar nos devuelve a lugares y tiempos lejanos y borrosos. La forma en que un sencillo sorbo de vino nos hace viajar de nuevo a la misma mesa. Y regresan nuestros acompañantes. Y regresa la música. Y la conversación. Y el hotel. Y los días anteriores y los posteriores.

Y regresa el propio viaje. Especialmente, cuando se hace en coche. Esa sensación esponjosa y serena de dejar la rutina atrás, confundiéndose en el espejo retrovisor con alguna parte del horizonte, y de conducir hacia una hermosa tregua. La reconfortante certeza no tener nada que hacer. El contoneo hipnótico de las curvas del camino. Esa brisa tranquila de carreteras secundarias y ventanillas bajadas. La huida a contracorriente y ordenada de los postes de teléfono. Y las discusiones. Las acaloradas discusiones entre los pasajeros. Ese sí que es un regreso inevitable.


Tres metros cúbicos escasos convertidos durante unas horas en una vivienda de la que no se puede salir


Qué sería de un viaje por carretera sin las discusiones dentro del coche. Es un impulso incontrolable. En cuanto nos encerramos en uno durante el tiempo suficiente, se desata la tormenta perfecta. Tres metros cúbicos escasos convertidos durante unas horas en una vivienda de la que no puedes salir pegando un portazo ni marcharte a otra habitación. No queda más remedio que dirimir la controversia. Y si es posible, a grito pelado.

Y qué bien sienta, después de trescientos kilómetros de silencio y paisajes y felicidad y sonrisas cómplices de anuncio y la mano ondulando por fuera de la ventanilla, volver por un momento a la ruidosa e imperfecta cotidianidad. A las rabietas y los reproches injustos e infantiles. Es muy difícil mantener una pose, una postura forzada, estética pero antinatural, si no se nos concede una pausa de vez en cuando para descansar. Comienzas a discutir y notas cómo se relajan los brazos y la espalda y los músculos de la cara. Y al cabo de un rato ya estás listo para ser otra vez romántico y feliz.

En general, el motivo principal de esas peleas sobre ruedas es el itinerario. Suelen comenzar con un inocente "por aquí no es". El conductor afirma lo contrario, pero duda. Otro pasajero emite una tercera opinión sobre la ruta correcta y, seis o siete cruces después, os habéis perdido. Por qué no paras a preguntar, porque sé de sobra por dónde es, pero usa el GPS, eso no vale para nada, tenías que haberlo mirado antes de salir de casa, y ahora qué hacemos, te está diciendo que conoce el camino, como no os calléis doy media vuelta, etcétera. Qué agradables y monótonos serían los viajes en coche de no ser por estos momentos de normalidad.

Sirven, además, para conocer mucho más a fondo a tus acompañantes. No hay nada como llevar tres o cuatro horas encerrado en un coche para averiguar cómo es en realidad cada uno de ellos. Llevas un buen rato conduciendo, estás contento, absorto en naderías, y en un momento dado, desde algún lugar del asiento de atrás, una mano siniestra te pasa un CD. "Pon algo de musiquita para alegrar un poco el viaje", escuchas. Echas un vistazo a la carátula y descubres a Don Omar, Ivy Queen o Daddy Yankee, que te miran con una sonrisa malévola y te dicen: "En efecto, papito, tu amigo de toda la vida, ese con el que vas los domingos al fútbol, con el que sales de copas, ese que fue el padrino de tu boda, escucha reggaetón". Y ya nada vuelve a ser lo mismo.

Pero no siempre es una cuestión de gustos musicales. Otras veces es el tipo de restaurante en el que quiere parar a comer, un comentario imprevisible sobre política, una reflexión inapropiada o peor aún: una batería inagotable de chistes rancios de los que sólo se ríe él. Y de repente se juntan la desorientación y la pelea y el reggaetón y los comentarios fuera de tono y los chistes y, por un instante, piensas en aquella tarde en la que decidisteis hacer el viaje en coche en lugar de en avión.

Hace poco he disfrutado de una excursión como esa. No le faltó de nada. El último día, antes de regresar a casa, uno de mis amigos me recordó la tradición del vino. "Acuérdate de comprar una botellita para recordar este viaje dentro de unos meses, Manuel". Le aclaré que yo sólo bebo limonada.

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