Blog | Que parezca un accidente

A la ocasión la pintan calva

CUANDO ALBERTO Rodríguez ocupó por primera vez su escaño en el Congreso de los Diputados en enero de 2016, la vicepresidenta de la cámara, Celia Villalobos, comentó sobre su peinado: «A mí que un diputado lleve rastas me da igual. Con que las lleven limpias para que no me peguen un piojo, me parece perfecto». Una opinión ponderada si la comparamos con la insinuación que Pilar Cernuda hizo sobre la higiene del señor Rodríguez y sus compañeros de grupo parlamentario: «La progresía no está reñida con el baño ni con la ducha». Las reacciones de aquellos días me recordaron a las de la señorita Prysselius, la almidonada trabajadora social que se escandaliza hasta ruborizarse cada vez que Pippi Calzaslargas no actúa conforme a su idea del decoro.

Y en el fondo, ese era el problema. No se trataba de las rastas, sino de pasearlas alegremente por el hemiciclo, donde el pueblo es representado por gente decente. Que cada uno haga con su pelo lo que le dé la gana y lleve el peinado que quiera en su casa, en las manifestaciones o en la fábrica, pero nada de hacerlo en las Cortes, que son la casa de todos, y a ver qué van a pensar estos señores. Y en esa interpretación tan miope del peinado de Alberto Rodríguez estaba el error. En creer que llevaba rastas por motivos tan superficiales como la dejadez, la extravagancia o la indisciplina. Porque el corte de pelo, como siempre ha sucedido, es en realidad un símbolo de mucha mayor profundidad. Una forma natural pero efectiva de trasladar un mensaje, sea este de la naturaleza que sea.

En el antiguo Egipto, que un chaval llevase la cabeza afeitada significaba que todavía no había alcanzado la pubertad. El pelo corto con flequillo en un adulto se debía a que se trataba de un obrero, mientras que las largas cabelleras, las extensiones y las pelucas estaban reservadas a las élites. El corte pelo era, por lo tanto, símbolo de la edad y la clase social de una persona. Si los espartanos cuidaban y engalanaban especialmente su cabello era porque se disponían a ir a la guerra. Era un símbolo de dignidad y de respeto por la batalla. Por el contrario, el pelo revuelto y la barba sin recortar indicaba el fallecimiento de un ser querido. En toda Grecia las mujeres se rapaban en los meses de duelo, lo que acabó derivando en la costumbre de cubrirse la cabeza con un pañuelo negro en señal de luto. Y también los hombres ofrendaban su cabello como símbolo de madurez. Homero describe en la Ilíada cómo Aquiles consagró su melena al río Esperio, en modo igual al que Orestes la consagró al río Ínaco, según Las coéforas de Esquilo. Incluso en la Biblia se tiene en cuenta el valor del cabello como símbolo. En Levítico 19:27, Dios le pide a Moisés que traslade un mandato suyo al pueblo hebreo: «No afeitaréis vuestras cabezas ni recortaréis las puntas de vuestra barba». De las rastas, curiosamente, no dice nada.

Los flequillos romanos, los moños y los rizos isabelinos, o los tocados y las coletas de los shogu natos japoneses no eran otra cosa más que símbolos. Incluso las cabelleras cortadas de los sioux y los apaches eran una señal de poder, fuese o no una práctica incorporada por los propios conquistadores europeos como prueba del número de enemigos abatidos. En la llamada «primera ola del feminismo », el peinado masculino de las chicas era un emblema de su lucha por la autonomía y libertad de las mujeres. Más adelante, a finales de la década de los sesenta y en un contexto de profundos cambios sociales y culturales, serían los jóvenes quienes se dejarían crecer la melena para asombro de los sectores más conservadores, que entendían que el pelo largo era propio de mujeres. Con la llegada de los años ochenta, cada reivindicación venía equipada con su correspondiente estilismo capilar, y en la actualidad no hay tribu urbana que no sea capaz de manifestar a través del peinado toda una declaración de principios.

Se dice que a la ocasión la pintan calva porque los romanos representaban a la diosa Ocassio completamente desnuda y sin cabello en la parte trasera de la cabeza, indicando así que las oportunidades perdidas no pueden ser alcanzadas y sujetadas una vez han pasado volando por delante de nosotros. Incluso para lo que pudo ser y no fue, el corte de pelo es un símbolo. Porque eso es lo que siempre ha sido. Una forma de trasladar un mensaje.

Hasta las rastas de un congresista recién llegado, como ocurre con todos los peinados, no son más que un símbolo. Es una pena que, cinco años más tarde, no nos hayamos enterado de qué. Ni nos enteraremos nunca… A la ocasión la pinta calva.

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