Blog | Que parezca un accidente

Nadie sentirá nostalgia de este horror

RECUERDO CON TRISTEZA uno de los últimos días con mi madre. Yo conducía, mi hermano iba sentado a mi lado y ella ocupaba el asiento de atrás. La llevábamos a una clínica de Vigo en busca de un milagro. En aquel momento me parecía hallar algo de lógica en lo que hacíamos, pero con el tiempo me di cuenta de que ese viaje solamente fue un acto de fe. A la desesperada.

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Ella apenas era capaz de moverse ya. Mi hermano y yo la acomodamos como pudimos en la parte de atrás del coche, a pulso, y colocamos entre los asientos delanteros su máquina portátil de oxígeno, que necesitaba ir enchufada constantemente a la toma del mechero para no consumir toda la batería a mitad de camino. Sin la ayuda de aquel aparato, ella ya no podía respirar.

Recuerdo a mi hermano sujetando la máquina con una mano y dándole la otra a mi madre, que resistía el viaje con dificultad. Ya casi no hablaba, le costaba mantener su atención o permanecer con los ojos abiertos. Resultaba complicado comunicarse con ella para saber si todo iba bien allí atrás. Se trataba de un desplazamiento de tan solo cien kilómetros, en la clínica nos estaban esperando para echarnos una mano al llegar. Y sin embargo aquel viaje me pareció una odisea desgraciada, una experiencia límite que estaba durando una eternidad.

Estos días no puedo dejar de preguntarme cuánta gente se habrá visto en una situación similar en alguna de las ciudades reducidas a escombros en Ucrania. A cuántos hijos desesperados les habrá ocurrido lo mismo que a mi hermano y a mí, pero sin nadie esperando para echar una mano en ninguna parte. Sin un coche en el que poder meter a quien necesita tu ayuda para trasladarlo a un lugar seguro. Sin un enchufe en el que poder conectar una máquina que permite que una persona dependiente siga o no siga respirando.

Me pregunto qué habrán hecho esos hijos, esos padres de niños enfermos, esos familiares de personas discapacitadas. Sin sus medicinas y la debida asistencia, mi madre no habría podido sobrevivir más que unos cuantos días. Intento ponerme en la piel de esa gente y no soy capaz. En Mariúpol han estado dos semanas sin luz, ni agua, ni calefacción. Para muchas de esas personas, los grandes dependientes, eso habrá supuesto su condena. Y sus seres queridos se habrán encontrado con una realidad pavorosa: si no pueden sacarlos de esos edificios en ruinas, de esos barrios calcinados, la única posibilidad es quedarse allí con ellos y verlos morir. Y posiblemente morir ellos también durante el siguiente bombardeo.

Me siento incapaz de imaginar el horror de la guerra tan de cerca. Cuando lees sobre estos conflictos en los libros de historia, siempre se analizan desde un punto de vista táctico, histórico, geopolítico. Me identifico con algo que escribió José Emilio Pacheco en Las batallas del desierto, al hablar de los miles de campesinos muertos, los agraristas, los profesores rurales, los soldados de leva: "Yo no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que se hacen películas". Soy consciente de que hay otras crisis humanitarias sucediendo ahora mismo en el mundo por causa de conflictos armados, pero es la primera vez que percibo el impacto de este horror de forma tan próxima. Es ahí donde reside la diferencia.

Mi amigo Hugo Babarro ha viajado en un convoy humanitario hasta el interior de Ucrania, unos kilómetros más allá de la frontera, para recoger y trasladar hasta aquí a un centenar de personas, todas ellas mujeres y niños. Cuando puede, me va contando lo que ve, me envía algún vídeo, algunas fotos. Hace un rato me escribía que lo peor estaba siendo ver a algunos de esos niños con su pequeña maleta, esperando para subir a uno de los dos autobuses que forman el convoy. Siento un escalofrío punzante al imaginarme a alguna de mis hijas allí sola, sin comprender muy bien a dónde va, sin saber de quién puede fiarse ni a quien coger de la mano para sentirse segura. Imagino la desorientación y el miedo de esas pobres criaturas. Y se me parte el corazón.

Ignoro si Vladimir Putin se saldrá finalmente con la suya. Si Ucrania aceptará sus condiciones, que son las de quien amenaza con prolongar la devastación del país entero en caso de que los ucranianos no se plieguen a sus exigencias. Pero logre o no su objetivo, ese hombre ya se ha convertido en un monstruo regresado del pasado, en el símbolo actual del desvarío histórico y la miseria moral. A ojos del resto del mundo. Alguien dijo una vez que iniciar una guerra no sirve para resolver un problema, sino para añadir otros. Problemas nuevos y acaso peores. Nadie sentirá jamás nostalgia de este horror.

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