Blog | Que parezca un accidente

Mi propio bar

 SOLEÁ MORENTE no tiene profundidad en la voz. No tiene hueco. No hay en su garganta esa cavidad oscura y grave, ese agujero infinito que se le presume a su apellido. Y quizá eso sea, en realidad, lo mejor de Soleá Morente. La escuché cantar en directo un sábado por la noche en el Torgal, en Ourense, hace un par de fines de semana. Allí pude confirmar que la suya es una de esas voces delicadas pero precisas, como una ciencia exacta, que por momentos se asemejan a un tañido de cuerdas. Como si se tratase de una queja limpia y quebradiza. Su voz es la voz de un violín.

La vi ese sábado en el Torgal y todo en su concierto estuvo bien, lo cual es mucho decir para un concierto. Estuvo muy bien ella, en fondo y forma, y estuvo muy bien Eduardo Pacheco, hijo de Carmen Linares, que la acompañaba a la guitarra española. Estuvo muy bien el público, entusiasta pero respetuoso; solemne al principio pero apasionado al final, cuando el concierto, que a cada rato era un concierto distinto, ya había cambiado diametralmente de registro. Estuvo muy bien el repertorio y también el ambiente y hasta el licor café sabía especialmente bien esa noche. Estuve bien yo, lo que no deja de ser bastante improbable. Y estuvo bien la noche del sábado, que se portó como debía. Pero sobre todo estuvo bien el Torgal.

Tal vez yo no sea la persona más apropiada para juzgar el Torgal. Reza el dicho que no se puede ser juez y parte en la misma causa. Y no es que yo sea parte de ese lugar: es que ese lugar me pertenece. El Torgal es mi bar. Yo no soy su propietario, no lo poseo, pero es mío. Me decía el otro día mi amigo David Alvarado que en la Rúa da Conga, en Santiago de Compostela, se encuentra su bar. Él ha vivido los últimos diez o doce años en Rabat, Marruecos. Y a día de hoy vive en Ourense, aunque sus rutinas cotidianas, paradójicamente, parecen empeñarse en seguir ocurriendo en cualquier otra parte del mapa. Sin embargo su bar, ese bar que todos tenemos, ese lugar en el que todo el mundo sabe tu nombre —como cantaba Gary Portnoy en la sintonía de Cheers—, sigue estando en Santiago.

Mi bar es el Torgal porque el azar tiene extrañas formas de recompensarte. De todos los bares de todas las ciudades del mundo, parafraseando a Rick, que tu bar sea exactamente el que es, y no otro, constituye un pequeño antojo del destino. Igual que tu equipo de fútbol, tu orientación sexual o tu plato favorito. Un día entras y, por alguna razón, sabes que ese sitio es tuyo. Tal vez se deba a la música. Tal vez a la luz, que en un bar siempre sobra y siempre falta. Puede que se trate del modo en que te sientes allí, donde quizá, a pesar de no haber un motivo concreto, te resulte más fácil hacer pasar tu timidez por autosuficiencia. Es por alguna de esas razones por las que el bar de uno puede estar en cualquier parte. Incluso en una ciudad en la que no vives o en la que, durante los últimos años, apenas has esta do un par de veces.

Y por eso envidio que el bar de Alvarado, sea el que sea, se encuentre en Compostela. Porque, de haber podido elegir, de no haber querido el azar que yo acertase de lleno con el Torgal, habría elegido un bar de Santiago. Uno de esos que parece escabullirse entre sus fachadas de piedra. En los que resulta sencillísimo entrar e imposible salir. Uno de los muchos que por fin se han atrevido a arrancar el hormigón de sus patios y ahora exhiben preciosas fuentes y jardines. Hubo un Santiago en el que sólo existían los locales de dos por uno, las hamburgueserías y los veinteañeros descarriados. Ahora hay otro en el que, casi veinte a ñ o s d e sp u é s , algunos nos reconocemos con un gintonic a las seis de la tarde en uno de esos jardines y nos saludamos con complicidad. Y ese, qué diablos, podría ser el jardín de mi bar.

Al salir del concierto de Soleá Morente aquel sábado me fui a ver a mi buen amigo Paco Sarria a su casa. Cuando conocí a Paco, hace ya varios años, me di cuenta de que había un especial brillo de satisfacción en su mirada. Como si supiese un par de cosas sobre la vida que todos los demás no sabíamos. Como si él tuviese algunas de las respuestas. Lo comprendí todo la primera vez que me invitó a su casa a tomar algo y descubrí que, en una zona de su salón, donde cualquier otro habría colocado un conjunto de butacas que nadie usaría, él se había construido su propio bar. Con sus taburetes, su barra, sus estanterías y su típica decoración.

Como decía antes, que tu bar sea exactamente el que es, y no otro, constituye un pequeño antojo del destino. Podría estar en cualquier parte. Un día entras y, por alguna razón, sabes que ese sitio es tuyo. Salvo si eres Paco Sarria, claro, y directamente lo construyes donde a ti te da la gana. Como para no tener un brillo de satisfacción en la mirada. Menudo cabrón.

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