Blog | Que parezca un accidente

Aquellas mañanas de domingo

Una mañana cualquiera, a eso de las tres o las cuatro de la tarde, te despertaba el silencioso estruendo de una terrible jaqueca. Te notabas agarrotado. Los ojos rojos. La boca seca. Ese aquelarre privado entre las sienes que te impedía seguir durmiendo. Echabas un vistazo a tu alrededor y reconocías tu cama. No estabas seguro de si eras tú mismo, pero al menos habías amanecido en tu habitación. No era mala señal.

Con todo el peso de la noche anterior empujándote hacia abajo sobre la nuca, te arrastrabas miserablemente hasta el cuarto de baño, como si se tratase de un oasis en medio del desierto. Y mientras tratabas de recuperar la verticalidad frente al lavabo, sentías que parte de tu equilibrio se había quedado inconsciente en la cama, perdido entre las mantas. Eras incapaz de enderezarte del todo. Tu centro de gravedad estaba desajustado. Era tu mundo entero, el mismo que unas horas antes se mantenía erguido y viajando de pub en pub a la deriva, el que se había escorado. Levantabas la vista hacia el espejo y te dolía al mirar. Pensabas en el horrible aspecto que tenías y te dolía al pensar. La noche anterior intentaba ordenarse torpemente en tu memoria como una niebla caótica de eventos distorsionados. Hubo vino. Y copas. Y chupitos. Te repasabas con la palma de la mano alguna extremidad dolorida y descubrías un moratón. Y eso era casi todo cuanto tenías. Del resto de la noche ya no quedaba nada.

Intentabas encontrar alivio en el agua fría de la ducha, pero era inútil. Buscabas la salvación en un tazón de café solo con hielo, pero la muy mezquina te rehuía. Algunas horas antes, cuando te marchabas a casa, un amigo te había recomendado tomar una pastilla de ibuprofeno antes de irte a dormir, pero el alcohol se había aliado con el sueño para dejarte derrotado sobre la cama nada más entrar en el dormitorio. Terminabas tu café y te remolcabas hasta algún rincón insospechado del sofá, dejando que tu cuerpo se desplomase agotado, como un náufrago alcanzando un bote salvavidas en mitad del mar. Te cubrías con una manta, emitías un quejido seco y sordo, cerrabas los ojos y confiabas en que el oleaje terminase llevándote hasta tierra firme en algún momento de la tarde. Pero eso nunca sucedía.

Manuel de Lorenzo

Tus esfuerzos por recuperarte eran en vano. Razonabas contigo mismo y no entendías qué había podido suceder. ¿Te había traicionado el alcohol? ¿A qué se debía aquella resaca? Las copas y tú habíais congeniado la noche anterior. Entre vosotros había mediado incluso cierta camaradería. Tú las habías tratado con respeto y afecto. Ellas habían cumplido su parte del trato. Era un intercambio justo. ¿A qué venía entonces aquella deslealtad? Uno puede esperar ser traicionado por su pareja o por sus amigos, incluso por el mercado de valores, pero nunca por el ron con cola en vaso de tubo. Juntos habíais conquistado el mundo la noche anterior. Él fue el aliado que peleó valerosamente a tu lado, el compañero que te arropó tras la batalla. Pero al día siguiente te asaltaba mientras no estabas en guardia y te apuñalaba por la espalda. Te decías a ti mismo que no ibas a tolerar aquel desprecio, que aquel era el final de lo vuestro, pero al llegar el fin de semana siguiente siempre te apiadabas.

Todavía mareado, abandonabas tu refugio en el sofá para perderte en las inmensidades de la despensa. Por fin había terminado la pelea a vida o muerte que se libraba en tu estómago entre el hambre y las náuseas. Y en ese punto de tu agonía ya todo te daba igual. Te valía cualquier cosa. Cuanto más grasiento y pringoso fuese lo que encontrases, mejor. Te sentabas en una silla de la cocina apoyando sobre una mano la cabeza, que todavía no era del todo tuya, y escarbando con la otra mano en el interior de alguna bolsa de patatas. Ese era el momento en el que te dabas cuenta de que te habías equivocado. De que no era el hambre el que había ganado. Y entonces corrías hacia el cuarto de baño confiando en llegar a tiempo y pensando que lo único sensato que podías hacer aquel día era volverte a la cama y permanecer allí hasta mediados de la siguiente semana.

Todo esto sucedía antes de la pandemia. Así se desplegaban las miserias de un domingo de resaca, tan habituales después de una larga noche de fiesta. Eran días indispuestos, días cansados. Hechos de acidez estomacal y de dolores de cabeza; de molestias musculares y, por momentos, de amnesia. Todo eso ha desaparecido con el covid y el toque de queda. Ya no hay pubs, ya no hay noches, ya no hay fiestas. El virus se ha llevado muchas cosas por delante, y las mañanas de domingo sufriendo una resaca penosa e insoportable son una de ellas. Confieso que pocas cosas echo tanto de menos como esa.

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