Blog | Que parezca un accidente

Lucifer, ven a cenar

LAS INSTALACIONES del complejo hospitalario de Ourense se reparten entre tres edificios: Nai, Cristal y Materno Infantil. En este último se encuentran tanto el área de partos, que se sitúa en su primera planta, como las de neonatos, lactantes o pediatría, todas ellas ubicadas en las plantas superiores y en cuyos servicios trabajan profesionales de reconocido prestigio como los pediatras Manuel Sampedro o Javier Casares —hermano del escritor ourensano Carlos Casares, homenajeado este año por la Real Academia Galega en el Día das Letras Galegas.

Una noche, Casares se encontraba en el área de partos cuando tropezó con él una señora que parecía hallarse en una situación desesperada. Había pasado las últimas dos horas en una butaca de la sala de recuperación al lado de su hija, que acababa de dar a luz, y de su nieta recién nacida, que dormía en una pequeña cuna adyacente. La señora no tenía intención de quedarse dormida, como usted comprenderá, doctor, pero la fatiga fue superior a sus fuerzas y acabó siendo vencida por el sueño. Cuando se despertó al cabo de un rato, se dio cuenta de que la niña no estaba en la cuna, y por eso había salido corriendo presa del pánico por los pasillos del hospital buscando ayuda.

En cuanto Casares escuchó lo que ocurría, se percató de cuál era el bebé al que se refería aquella mujer tan angustiada, y con ánimo de tranquilizarla, le dijo: "Mire, señora, la niña que está buscando ya está arriba con Sampedro". Por supuesto, Casares se refería a su compañero, el pediatra, pero la señora entendió que le estaba hablando del santo, el pescador de Galilea, apóstol de Jesucristo, cabeza de la Iglesia católica y portador de las llaves del Reino de los Cielos. "¡Ay, Dios mío, está con San Pedro! —comenzó a gritar la pobre mujer llevándose las manos a la cabeza—. ¡Qué desgracia, doctor! ¡Cómo se lo digo yo a mi hija!". Pocas veces en su vida se habría imaginado Casares que tendría que explicarle a alguien la diferencia entre morirse y estar con el pediatra.


Después de charlar un rato, el médico le preguntó a la abuela cómo se llamaba la niña. 
"Se llama Lucifer, doctor"


En ocasiones pueden resultar desquiciantes, pero yo adoro esos breves instantes de confusión en los que el mundo parece perder el equilibrio y de golpe nada tiene sentido. Es como si te cambiasen de película en mitad de la proyección y tú te quedas mirando a la pantalla sin entender absolutamente nada. Te ocurre, por ejemplo, cuando, un buen día, sin darte cuenta, te bajas del ascensor en el quinto piso en lugar del sexto y de repente tu llave no entra en la puerta de tu casa. O cuando alguien que te ha confundido con otro te asalta en plena calle y te habla con un tono muy cercano y total naturalidad. O aquella vez que entraste en el patio andaluz de un bar en Córdoba, te sentaste, le pediste un refresco al camarero y resultó ser una casa particular —doy fe de que estas cosas ocurren—. Tu cabeza intenta entonces recomponer el orden, encontrar alguna referencia, pero por alguna razón, las piezas no encajan. Es una sensación tan extraña, te sientes tan extraviado, que reconozco que, en cuanto la realidad recupera la compostura y todo vuelve a la normalidad, suelo experimentar cierto agrado. En el fondo acostumbro a disfrutar de haber estado durante unos segundos boca abajo.

Siempre que las cosas vuelvan a la normalidad, repito. Recuerdo el verano que fui de campamento a Padrón con un amigo que se llamaba Pablo y, en cuanto llegamos al recinto, alguien le dio la bienvenida refiriéndose a él como "Paquito". Nos miramos creyendo que se trataba de un lapsus, pero la cosa fue a peor. Media hora después, en el comedor, le llamaron Paquito. Al asignarle habitación, le llamaron Paquito. En su litera había un papel que ponía 'Paquito'. Era como si hubiésemos cruzado a un universo paralelo donde Pablo, un Pablo de los de toda la vida, se llamaba Paquito.

Resultó que, la tarde anterior, cuando conocimos al que sería nuestro monitor, éste había entendido que Pablo se llamaba Paco y, por si no fuese suficiente, cubrió su ficha utilizando el diminutivo. Todo el personal que trabajaba allí ese verano creía que Pablo se llamaba Paquito. Y el contagio fue tan intenso e inmediato que el resto de chavales que participaban en el campamento comenzaron a llamarle Paquito. Daba igual que insistieses en que su nombre era Pablo. Para toda aquella gente, mi amigo se llamaba y siempre se había llamado Paquito.

Nadie le llama Pablo desde entonces. Se marchó a Padrón siendo una persona y regresó siendo otra distinta. Ignoro si algún día las cosas volverán a ser como eran, pero sospecho que Paco, digo, Pablo, no lo interpretará como un breve y divertido momento de confusión.

Un par de días después de la anécdota de Sampedro, Casares se encontró con la señora y su hija en una de las habitaciones de la planta de maternidad. Se saludaron, comentaron entre risas lo ocurrido y, después de charlar un rato, el médico le preguntó a la abuela cómo se llamaba la niña. "Se llama Lucifer, doctor", dijo la señora con el rostro compungido, como lamentando el siniestro gusto de la madre. "¡Jennifer, mamá! ¡Se llama Jennifer", interrumpió escandalizada la madre, que se apresuró a disculparse ante el médico entre la vergüenza y el espanto.

"Es una pena que la abuela se hubiese confundido —comentaba Casares más adelante al narrar lo sucedido—. Yo ya me estaba imaginando a esa señora por el pueblo adelante gritando: "¡Lucifer, ven a cenar! ¡Ven a casa que está la cena en la mesa, Lucifer!"".

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