Blog | Que parezca un accidente

L'enfant terrible

Lorenzo. MARUXA

MI HIJA MAYOR se dio cuenta de que las cosas no iban bien. Le susurró a su abuelo: "Creo que papá ha estado llorando". Los ojos no mienten y en los míos percibió algo extraño. En ese momento todavía los tenía un poco vidriosos e hinchados. "Es por un chico al que conoce —le contestó mi suegro—, que está muy malito". Eso mismo le había dicho yo a la niña en febrero, cuando falleció su abuela. Que estaba muy malita... Son las palabras las que mienten. Al cabo de un rato me acerqué con ella hasta la plaza que hay en mi calle, nos sentamos en la terraza y pedí un zumo y un whisky. Ella me miraba y continuaba pensando, imagino, en el motivo por el que su padre se sentía triste. "El chico no está malito, cariño —le dije por fin—. Se ha muerto". No me podía creer que la frase que acababa de pronunciar fuese cierta. Todavía hoy me cuesta creerlo.

Julia le preguntó a su madre hace unos meses qué le ocurre a la gente cuando se muere. Son los pensamientos propios de una niña de cuatro años que empieza a formular preguntas cuyas respuestas uno no sabe muy bien cómo enfocar. Yo siempre me pongo nervioso en estos casos y me pierdo en explicaciones a medio camino entre lo científico y la literario. Empiezo a responder de forma confusa lo primero que me viene a la mente, hilando torpezas, como que somos organismos basados en el carbono, que estamos hechos del mismo material que las estrellas… Cuando quiero darme cuenta estoy inmerso en una divagación ridícula e inasequible y el niño que me hizo la pregunta lleva un rato jugando con un palo. Sobre las personas que se mueren, la madre de Julia le contestó que se marchan, sin más, pero que nunca se van del todo mientras las recordemos. Que siguen vivas durante el tiempo en que permanecen en nuestra memoria. Estas cosas, resulta obvio, se le dan mucho mejor que a mí.

Aquella tarde un amigo me había llamado para comunicarme que Jaime había muerto. Insisto en que todavía hoy me cuesta creerlo. Porque fue algo repentino, porque tenía un sinfín de proyectos por delante y porque se marchaba demasiado pronto. Me pareció tan injusto que no pude contener las lágrimas. Se merecía algo más de tiempo aquí. Y los que lo querían —los que lo quieren— también se merecían tenerlo cerca algo más de tiempo. Porque Jaime, de alguna manera, hacía mejores a los demás. Entre todas las cosas que se han dicho y escrito sobre él estos días, hay una que aparece de forma recurrente: era muy buena persona. Lo comentaba Sara en el velatorio: nunca se enfadaba con nadie, no había nada que le pudiese parecer tan mal como para reaccionar con odio o rencor. Siempre tenía una sonrisa para todo aquel que se acercase a hablar con él. Es difícil que alguien hable mal de una persona cercana que acaba de fallecer, pero no es eso lo que ocurre con Jaime. En este caso, todo el mundo destaca de forma específica lo buen tipo que era.

Recuerdo cuando mi hermano, mi amigo Hugo y yo montamos un grupo, hace ya más de una década. Después de una primera etapa en la que ensayábamos donde nos dejaban, nos trasladamos a un local que compartíamos con Os Amigos dos Músicos, el grupo en el que tocaba Jaime. Una tarde, yo llegué un poco antes de la hora habitual para probar unos riffs de guitarra que se me habían ocurrido en casa y que a mí me parecían insustanciales. Él se encontraba en el local tocando la batería y, en cuanto escuchó lo que yo estaba haciendo, se levantó y me dijo con entusiasmo: "¡Qué bueno es eso, vamos a desarrollarlo!". Y a los pocos minutos ya estaba absorto en sus ideas, concentrado mientras diseñaba la línea de la batería de la canción. Se emocionaba con las pequeñas cosas, con todas aquellas que le hechizaban, en las que identificaba milagros mínimos que nadie más era capaz de detectar. Así era Jaime, todo pasión y todo honestidad.

Yo lo conocía desde que éramos adolescentes. Por épocas, nuestras vidas se cruzaban y se separaban y se volvían a cruzar, pero era imposible no admirar todo lo que hacía. Incluso desde la distancia. Siempre tenía entre ma alguna nueva iniciativa en la que involucrarse con toda su alma y, a través de ella, disfrutar, ser feliz y hacer felices a los demás.

Era imposible no tener noticias de Jaime y sus aventuras culturales, tan sorprendentes, tan alejadas de lo cotidiano, tan extraordinarias y a la vez tan llenas de magia y de talento. Y por eso tengo la sensación de que, en mayor o menor medida, ya fuese de cerca o de lejos, Jaime siempre ha estado presente en mi vida. Y en mi memoria.

La explicación que Julia recibió de su madre sobre las personas que fallecen es cierta: nunca se van del todo mientras las recordemos. Estos días esa frase ha regresado con frecuencia a mis pensamientos y me ha servido de consuelo. Tengo la certeza de que Jaime nunca se irá del todo. Siempre seguirá ahí. Porque se trata de alguien a quien es imposible olvidar.

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