Blog | Que parezca un accidente

La desgracia de ser un don nadie

LUGO ES todo lo que hay en Lugo, pero especialmente su plaza mayor. Es la ciudad en síntesis. Un pequeño pero perfecto extracto de todo cuanto se puede encontrar uno en ella. Cuando por fin sale el sol, vale la pena dedicar la mañana de un domingo a vivir en la plaza. A recorrerla con calma. A visitar los puestos de libros y antigüedades que, a modo de mercadillo, se instalan en sus soportales. Pero sobre todo, a sentarse en una de sus terrazas con todo el tiempo del mundo por delante y, desde allí, con la seguridad que otorga la distancia, contemplar la vida pasar. 

Este domingo, mientras me tomaba un vermú inevitable, observé a un hombre que, tras una larga conversación, se despedía de otro diciendo: "No te preocupes, ése es un don nadie". Siempre me ha llamado la atención esa certera división de la humanidad entre quienes son alguien y quienes no son nadie. Me temo que pocas veces –no me atrevo a decir que ninguna– obedece a criterios intelectuales. Rara es también la ocasión en que la separación se debe a inquietudes espirituales. De ordinario, la línea divisoria la marca lo material y su entorno. En resumidas cuentas, es alguien aquel que ha alcanzado el éxito laboral. El éxito económico. Quien, debido a ello, goza de cierto estatus social. Todos los demás, por lo general, no son nadie. Esa es la diferencia entre el triunfo y el fracaso. Una clasificación justa, útil y necesaria. 

Hace unos días tuve que abrir una cuenta en una sucursal de un banco en Ourense. Me atendió una chica muy amable que me explicó que necesitaba una serie de datos para cubrir la ficha de cliente. Todos me parecieron muy razonables –mi nombre, DNI, número de teléfono–, pero en especial los dos últimos: mi profesión y volumen medio de ingresos al mes. Reconozco que al principio me extrañó, pero en seguida comprendí que el banco, como cualquier otra entidad o cualquier otra persona, necesita saber si está tratando con alguien o si tiene por cliente a un don nadie. Si en mi próxima visita debe atenderme aquella misma chica o debe recibirme el director. Si conviene ofrecerme ventajas que me inviten a trasladar allí mis ingresos o no. Es natural. Uno no puede ir por la vida sin aclarar si pertenece a un grupo o al contrario. 

Sospecho que mi ficha pasó a engrosar el montón de los don nadie, mucho más corpulento que el de quienes sí son alguien. Algo que, de camino al bar, me hizo reflexionar sobre lo desdichado de mi situación. Sobre lo desgraciada que es la vida de un don nadie en comparación con la de un triunfador.

Para empezar, un auténtico triunfador no vive una ciudad pequeña como Lugo, Ourense o Pontevedra. Un triunfador vive en Madrid, donde se cuecen los asuntos importantes. Donde se disfruta del tráfico sobresaturado y se presume de no poder ir andando a ningún lado. Donde se respira un ambiente cosmopolita en el que casi todo es tres veces más caro y la polución es de primera calidad. Por eso en Lugo, Ourense o Pontevedra abunda el don nadie. Son ciudades en las que el fracasado tiene que conformarse con salir de casa cinco o diez minutos antes de entrar a trabajar. En las que a mediodía, un día cualquiera, se resigna a comer un entrecot con los amigos en el casco histórico, a tomarse con ellos un gintonic y a pagar por todo quince o veinte pavos. Ciudades en las que un sueldo normalito solo le da para un piso exterior en el centro sin tener que compartirlo con nadie. Con lo triste que es la soledad.

Ahora me doy cuenta de cuánto me gustaría ser un triunfador

El triunfador, además, tiene de todo. Tiene, por ejemplo, un barco, una finca de docenas de hectáreas y varios coches de lujo. Cosas que exigen gastarse un dineral en mantenimiento, pero qué más da: el triunfador lo tiene. El don nadie, sin embargo, desconoce el placer que encierra tener que generar ingresos suficientes para poder gastarlos en cosas a las que apenas se les da uso. Él cree que es mejor no ganar ese dinero y no tener que gastarlo. No tener que visitar al asesor fiscal cuatro veces al mes. No tener que preocuparse por sus inversiones. No tener que ir al banco a diario. No entiende que el triunfador tampoco necesita todas esas cosas, pero qué diablos, las tiene. Su éxito, de hecho, consiste en demostrar que las tiene. 

Ser alguien también te permite gozar del sabor de la responsabilidad laboral. Esa adictiva sensación que produce el tener que solucionar graves problemas profesionales. La íntima satisfacción de no ser capaz de dormir por las noches. A veces es agotador, pero se compensa con una apretada agenda social. Un día sales del trabajo a mediodía, conduces media hora para ir a comer con una gente importantísima en Pozuelo de Alarcón, allí te presentan a un tipo en el que inviertes tu sobremesa para cerrar una operación, regresas al despacho a las seis de la tarde, trabajas cuatro horas, vas a cenar con unos clientes, llegas a casa a la una de la mañana, tu familia ya duerme y te das cuenta de que todavía es lunes. El don nadie, sin embargo, se ha ido de cañas con unos amigos, ha jugado a la consola con sus hijos antes de cenar y lleva descansando con su mujer desde hace dos horas. El pobre nunca sabrá lo mucho que el triunfador lo compadece. 

Las diferencias son innumerables. Sin embargo hubo un tiempo en el que mi perspectiva era otra. Creía, ingenuamente, que el triunfo consistía en ser feliz. Que hipotecar el tiempo en lograr el éxito y llevar una vida de preocupaciones era un fracaso y lo verdaderamente valioso era lo contrario. Que ser alguien era un objetivo al alcance de cualquiera que se lo propusiese y ser capaz de no ser nadie, sin embargo, era algo muy difícil de conseguir. 

Ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba. De cuánto me gustaría ser un triunfador. Supongo que el próximo domingo, sentado al sol en una tranquila terraza de la plaza mayor de Lugo, tendré todo el tiempo del mundo para meditar sobre ello. Tal vez incluso lo comente con algún otro don nadie que me acompañe y, después de un par de vermús inevitables, le diga: "Ay, amigo, no somos nadie". Y seguiremos viendo la vida pasar.

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