Blog | Que parezca un accidente

La de Bob Dylan, supongo

Bob Dylan

DESDE UNA esquina de la barra del bar de mis tíos, hace ya algunas décadas, solía observar la vida en contrapicado. Me pasaba el día pendiente de un mundo que sucedía en las alturas mientras yo me refugiaba entre las piernas de mis abuelos, quienes de vez en cuando me deslizaban alguna tapa clandestina como el que filtra documentos confidenciales en mitad de una crisis diplomática. "Come, anda –insistía mi abuelo, siempre pegado al imperativo–. Y ni se te ocurra decirle a tu madre que has merendado tres veces". Era una advertencia tan ingenua como estéril. Mi madre siempre acababa enterándose de todo.

La barra del bar de mis tíos –un local que, desde mediados del siglo pasado, todavía resiste entre dos calles viejas y rotas, de esas que se merecen un bar en su intersección– tiene una altura insuficiente. Resulta incómodo acodarse en ella. Exige cierta curvatura artificial que pervierte la postura. Sus medidas responden, según dicen los que han sobrevivido a la modernidad, a la menor estatura de los clientes de antaño. Hoy me resulta extrañamente pequeña. No es posible apoyarse en ella sin forzar los riñones. Sin embargo, cuando era pequeño y la observaba desde abajo, tan lejana y prohibida, me parecía una cumbre inalcanzable.

En el fondo, todo es cuestión de perspectiva. En mi primer año en el colegio mayor había un chico –vamos a llamarlo Johnny– que despertó mi curiosidad desde el primer día. Era tres años mayor que yo. Se pasaba el día fumando y escuchando música. Solía vestir unos vaqueros deshilachados y camisetas contestatarias. Era el típico viejo rockero. Parecía haber vivido mucho; estar aburrido del mundo. Si me hubiesen preguntado su edad, habría contestado: "La de Bob Dylan, supongo". En realidad, acababa de cumplir veintiuno. Hace poco he coincidido en un tren a Santiago con unos cuantos universitarios de primer año. Por más que lo intenté, no fui incapaz de reconocerme en ellos. Todos me parecían unos niños. Casi de parvulario. Es extraño pensar que Johnny, el viejo Johnny, no debía de tener un aspecto muy distinto al de esos críos.

Desde la perspectiva de la edad, todo parece distinto. A veces es suficiente con alejarse un poco, apenas unos años, para entender hasta qué punto son relativas las cosas. Aquella enemistad que surgió de una disputa que hoy te parece ridícula. Los alimentos cuyo sabor detestabas y con el tiempo aprendiste a apreciar. La clase de coche que entonces te gustaba. Las novelas que odiabas y después te encantaron y después volviste a odiar. La absurda opinión adolescente que tenías de tus padres.

La propia vida adulta es una cuestión de perspectiva. Cuando uno es un chaval y observa el mundo a ras de suelo, cree que la vida de sus padres se reduce a madrugar, pasarse el día en la oficina, llenar su rutina de recados, llamadas telefónicas y gestiones, repasar los recibos del banco, cocinar, hacer la casa, pasar la ITV al coche, asistir a reuniones de vecinos, hacer la compra y disponer de una hora libre por las noches para descansar. Más adelante uno se hace mayor y comprende que la vida adulta, contra todo pronóstico, consiste exactamente en eso. Tal y como uno se la imaginaba. La perspectiva es nueva, pero es la misma. De hecho, bien pensado, puede que hasta Johnny tuviese la edad de Bob Dylan.

Comentarios