Blog | Que parezca un accidente

Jodido, doloroso y feliz

CUANDO MI hija mayor tenía unos meses, solía quedarse dormida sobre mi pecho después de comer, mientras yo me recostaba en el sofá a leer un rato o ver la televisión. Era una sensación especialmente agradable. La conexión entre aquel bebé y yo. La extraña necesidad de querer protegerla para siempre... Yo apenas lo recuerdo.

Pensaba en esto anoche, cuando mis hijas se quedaron dormidas después de leerles algunos cuentos. Es un momento del que disfruto enormemente. La luz tenue de su habitación, sus rostros tranquilos, el sonido de su respiración. A veces me paso varios minutos sin dejar de observarlas. Pensaba en la fecha de caducidad de esa escena. Dentro de unos años dormirá cada una en su cuarto, con los cimientos de su propia vida en plena construcción. Y entre ellas y yo se situará esa barrera invisible y natural que, en mayor o menor medida, separa a los padres de sus hijos durante la adolescencia. Pensaba anoche en cómo capturar el instante. En cómo atesorarlo para que no se diluya con el paso del tiempo. Hay gente capaz de regresar con la memoria a un determinado momento. Como si se encontrase allí de nuevo. Pero yo nunca he sabido hacer eso. Recuerdo sensaciones, estados de ánimo… Sé cómo me sentía cuando tenía a mi hija durmiendo sobre mi pecho después de comer, pero ya no la veo. No veo su cara. Es un lugar al que ya no puedo volver.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MX

Hace poco hablaba con mi compadre sobre lo valiosas que son las primeras veces. Porque solamente hay una para cada cosa. No se puede experimentar lo mismo por primera vez en más de una ocasión. A lo largo de la vida uno puede enamorarse de varias personas, por ejemplo, pero e s a primera chispa, la que lo incendia todo, sólo aparecerá una vez con cada una de ellas. Nunca más. Hay un capítulo de Friends en el que Mónica siente pánico al pensar en que está a punto de casarse. Le confiesa a su amiga Phoebe que se ha dado cuenta de algo importante: ya nunca más volverá a experimentar qué se siente al besar por primera vez a alguien. La preocupación desaparece al colocar su relación de pareja en el otro lado de la balanza, pero me pareció un punto de vista interesante.

Mi compadre comentaba, con toda la razón, que no todas las primeras veces son importantes. Hay experiencias espantosas que nadie quiere revivir. Otras son anodinas. Otras, imperceptibles. Él sostenía que las únicas primeras veces relevantes son las que se corresponden con momentos que, en realidad, merecen ser vividos como si se tratase de la última vez.

Yo estuve de acuerdo con su planteamiento: se trate de una primera vez o no, las únicas experiencias importantes en la vida son aquellas que merecen ser vividas como si fuese la última vez. Sé que es importante ese momento de cada noche, mientras mis hijas duermen plácidamente a mi lado, porque soy consciente de qué sentiría si supiese que nunca más va a ocurrir. Es algo en lo que Borges incide cuando resalta, de modo indirecto, lo injusto que es vivir algo ignorando que se trata de la última vez ("Para siempre cerraste alguna puerta y hay un espejo que te aguarda en vano").

Esta idea nos llevó a mi compadre y a mí a pensar en nuestra propia coherencia; en si realmente estamos viviendo esa clase de momentos como si fuese la última vez.

Si los percibimos como tales, si los apreciamos así, si actuamos en consecuencia y no los desperdiciamos. De un modo extrañamente natural, la conversación derivó en este punto hacia la idea de la muerte. Nos zambullimos en divagaciones sobre cómo viviríamos esos momentos —merecedores de ser vividos con esa intensidad— si supiésemos que apenas nos queda tiempo. Si nos confirmasen que no vamos a soplar las velas ni una sola ocasión más. Si se tratase, ahora de forma literal, de la última vez. Mi compadre se mostró muy seguro de que él los viviría del mismo modo en que lo hace ahora. Percibiéndolos como tales, apreciándolos así, actuando en consecuencia. Me pareció asombrosa esa certeza, la convicción de que procuraría disfrutarlos al máximo. Ser consciente de estar viendo tu último atardecer en la playa, de estar abrazando a algunos seres queridos por última vez, de experimentar sensaciones que no vas a volver a experimentar. A mí me pareció una postura incomprensible. En mi opinión, la proximidad de la nada impediría que pudiese disfrutar de esas vivencias. Que quisiese siquiera vivirlas. De qué serviría, si todo va a desaparecer... Si mi memoria va a desactivarse para siempre y no podré recordar nada. Se trataba de un pensamiento perverso y fatalista, puesto que podría conducir a que nos preguntásemos, llevado al extremo, de qué serviría vivir cualquier cosa si al final todo acabará siendo borrado...

Mi compadre contestó: "Para recordarlo en el último momento. Para acordarte de todo eso que una vez significó algo y, en el final, sonreír". Y me pareció un pensamiento feliz. Jodido y doloroso, pero feliz.

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