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El arte de insultar

POCOS GESTOS hay tan evolucionados como el insulto. Ya consista en una sola palabra o en una breve frase, el insulto siempre es ejemplo de síntesis; señal de exactitud lingüística. Una vez descartado el acuerdo o la conformidad, recurrir al insulto es una forma eficaz de zanjar cualquiera de los muchos debates asfixiantes en los que nuestro interlocutor no logra entrar en razón, ahorrándonos así sus razonamientos circulares y argumentos estériles. "Es usted gilipollas", contesta uno con suficiencia en el momento apropiado, y problema resuelto. Borges opinaba que desarrollar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos era "un desvarío laborioso y empobrecedor". Este planteamiento, que es válido para la literatura, también lo es en el caso que nos ocupa. El insulto es economía. Es progreso. Un acto propio de individuos civilizados.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAEternizarse en discusiones que giran en torno a posturas irreconciliables es propio de bárbaros. Peor aún: de parlamentarios. El insulto, sin embargo, responde a la contracción ágil e inmediata del intelecto evolucionado. Y posee, por ello, cierta belleza irreprochable. El insulto logrado, el buen insulto, tiene algo de artesanía mínima y delicada. Implica destreza, pulcritud y concisión. El manejo de las palabras, su selección y proyección, requiere de la precisión de un orfebre. Tal y como señala Pancracio Celdrán en la introducción de su Inventario general de insultos, el animus insultandi sirve a quien es radicalmente malo y cruel para enseñar su mala índole, pero también "es una de las formas más fértiles de mostrar el ingenio, quien lo tuviere".

No en vano, son muchos los grandes escritores y pensadores que se han valido del insulto para concentrar en una escueta frase su opinión sobre otra persona o sobre un determinado colectivo. Un ejercicio que, de otro modo, se habría diluido en disertaciones más tediosas y mucho menos contundentes. De la obra de Arthur Schopenhauer se rescataron en El arte de insultar —un volumen editado por Franco Volpi para Alianza Editorial en 2011— los muchos insultos con los que el filósofo alemán salpicaba a menudo sus reflexiones, a pesar de consistir en una práctica que él mismo desaconsejaba, quizá por comprender que la elección del insulto apropiado para cada ocasión no está al alcance de cualquiera. El propio Pancracio Celdrán decidió recopilar en su catálogo particular "las injurias, improperios, insolencias y demás expresiones ofensivas de nuestra lengua", que clasificaba en tres grados diferentes. El ingenio insultante de Jorge Luis Borges, uno de los grandes maestros de esta disciplina, también ha sido objeto de análisis en diferentes artículos y columnas.

Cuando un gran escritor recurre al insulto, rara es la vez que este se reduce a una palabra soez, aunque se trate de su forma más elemental. Los grandes escritores siempre se han valido de la sutileza, de la propia literatura como máquina ofensiva. En cierta ocasión le pidieron a Roberto Bolaño que escogiera entre tres autores chilenos: Volodia Teitelboim, Antonio Skármeta e Isabel Allende. Bolaño eligió a esta última. Dijo de ella: "Su literatura es mala, pero está viva; es anémica, como muchos latinoamericanos, pero está viva. No va a vivir mucho tiempo, como muchos enfermos, pero por ahora está viva". En una sola frase insultó cruelmente a Allende, pero sobre todo insultó a los dos que había descartado. César Aira afirmó que el mejor Cortázar era un mal Borges. Witold Gombrowic sostenía que Borges era sopita aguada para literatos. Para ilustrar el carácter inasible de la literatura de Updike, Capote la comparó con el mercurio: "Póngase una gota en la mano y trate de aferrarla. Se deslizará a un lado y a otro y no podrá cogerla, no sabrá qué hacer mientras corre por sus dedos".

Todos estos ejemplos nos reconducen, en definitiva, a la idea de Borges de que utilizar demasiadas palabras para algo que puede hacerse con muy pocas es un desvarío laborioso y empobrecedor. Una muestra impecable de lo bien que se le daba el insulto al autor de El Aleph la encontramos en el diario que Bioy Casares escribió sobre su relación de amistad con él. En ese libro se encuentra uno de los mejores insultos que yo le haya leído jamás a Borges, ideado por él mismo a propósito de una conversación sobre el escaso talento narrativo de Eduardo Mallea. Casares le comenta a su amigo que la nueva novela de Mallea se llama La penúltima puerta, un título que parece agradar a ambos escritores. Borges comenta entonces: "Mallea tiene una notable capacidad para elegir buenos títulos. Es una lástima que se obstine en añadirles libros". He aquí el magnífico insulto de un hombre civilizado.

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