Blog | Que parezca un accidente

Desde lo más hondo del calor

TODOS LOS veranos me ocurre lo mismo. En cuanto el calor lo invade todo y su viscosidad se adhiere a la piel siempre me asalta la idea de que ese aire caliente que inspiro y espiro alrededor de treinta mil veces al día ya ha sido inspirado y espirado por otras personas ese mismo día antes que yo y por otras el día anterior y la semana anterior y el año anterior y el milenio anterior. Las mismas moléculas de aire entrando y saliendo de millones y millones de aparatos respiratorios para adentrarse de nuevo en otros distintos desde los comienzos de la humanidad. El aire calinoso que respiró Pedro Ruiz de Villegas en el verano de 1350 podría ser exactamente el mismo que en este preciso instante, mientras escribo estas líneas, estoy respirando yo. Rancio y manoseado. Respirado una y otra vez durante siglos por narices, gargantas, pulmones y bocas ajenos. 

Echo de menos el invierno en Lugo. Esta clase de ideas extrañas jamás acuden a mi mente cuando hace frío. Echo de menos sus tibios cinco grados bajo cero por la mañana; la agradable escarcha que se forma sobre el parabrisas del coche obligándote a salir de casa cinco minutos antes para lijarla; esa lluvia gélida que se cuela entre la nuca y el abrigo provocándote un ameno escalofrío; el viento helado que te corta los labios y las mejillas estupendamente y te entumece los dedos de las manos hasta que, como por arte de magia, dejas de sentirlos. Los momentos felices de la vida, en definitiva. 

El invierno en Lugo y el verano en Ourense son conceptos simétricamente opuestos. Como el blanco y el negro, la noche y el día o Ernest Hemingway y Víctor Sandoval. Una tarde de verano cualquiera en Ourense puedes sentir el calor resbalando por tu cuero cabelludo, descendiendo poco a poco por la frente y por las sienes y por detrás de las orejas, empapándote las cejas y llenándote los labios de sal. Se pega a ti. Húmedo. Sofocante. Insoportable. Notas cómo ocupa lentamente cada uno de tus poros y los obstruye, embalsamándote para siempre en un bochorno físico, tangible, visible en tus ojeras y tu cansancio y tu ropa sobada. 

Cuando caminas por la calle, el calor te sujeta y te pega al suelo. Te cuesta andar. Te cuesta respirar ese aire canicular que ya hemos respirado todos alguna vez. Crees que puedes retrasar la derrota un poco más huyendo por soportales y calles oscuras, pero la sombra es su mejor aliada. Todos somos víctimas de su engaño. Uno cree que la sombra lo protegerá. Que lo ayudará a ocultarse. Cuando atisbas un pedacito de sombra a lo lejos evocas instintivamente el frescor de los bosques, la brisa matutina, la calma chicha. Ves en la sombra una tregua, pero en realidad es una trampa. Es mucho peor que estar al sol. Sufres el mismo calor pero la apariencia de cuanto te rodea sugiere lo contrario. Es una ilusión que te desordena el cerebro. Cuando la calle hierve y exuda alquitrán, la sombra es el oasis desleído del espejismo desértico. 

Pero la noche es peor. Por la noche, mientras un aire muerto y antiguo se estanca sobre la ciudad, el calor se arrastra entre los edificios con indolencia, contaminándolo todo. Como un personaje sombrío de Hayao Miyazaki. Se cuela por las rendijas. Se cuela entre los minutos y las horas. Se cuela en tu cama y te impide descansar. Nunca llegas a estar del todo dormido. Todo lo que hay en tu cuarto y en tu casa y en el mundo entero te da calor. Durante horas y horas. Y cuando se activa el despertador y el sonido penetra en la atmósfera espesa y caliente de tu habitación, te das cuenta de que todo lo que tienes por delante a lo largo de otro inmenso día no es más que calor. 

Y mientras hace calor, nada avanza. El propio tiempo parece haberse detenido en el tedioso pantano de la inacción. Pones la televisión y las noticias de hoy son las noticias de ayer, que a su vez son las noticias de mañana. Sales a la calle y es otra vez la semana pasada, aquella en la que hizo tanto calor. En el bar nadie recuerda nada desde la última primavera. Todo lo que ha sucedido en la ciudad desde entonces es calor. 

Y tú, mientras tanto, sudas. Quedas con tus amigos para sudar. Vas al trabajo a sudar. Entras a sudar en la panadería. En la cena del viernes con tu pareja, sudas durante el primer plato, durante el segundo y durante el postre. Da lo mismo que con tus amigos hayas estado de cañas. Que en el trabajo te hayas pasado el día redactando informes. Que en la panadería hayas comprado una baguette y que en la cena del viernes hayas probado el salpicón de marisco, el risotto de boletus y el coulant de chocolate. Lo único que has hecho, en realidad, es sudar. Sudar como un pollo todo el día. Tú se lo notas a los demás y ellos te lo notan a ti. En la frente. Al dar la mano. En los cercos de sudor que se han formado en tu camisa, bajo las axilas, e incluso en el pantalón, detrás de las rodillas. Tienes la impresión de vivir constantemente untado en tu propia secreción. De estar cociéndote en tu jugo. 

Y lo único que deseas es que se acabe cuanto antes. Lo deseas desde lo más hondo del calor. Piensas en que pronto llegará el otoño y eso te consuela. De repente, la idea de que al otoño lo sucederá el invierno te sorprende ingenuamente y te entusiasma. El año remontará de nuevo y con él regresará la fresca primavera. Pero cuando quieras darte cuenta, otra vez te verás sumido en el inevitable calor. 

Ahora es imposible no acordarse del Argel de ‘El Extranjero’. De la Comala de ‘Pedro Páramo’. Del Macondo de ‘Cien años de soledad’ y ‘La hojarasca’ y ‘Los funerales de Mamá Grande’. Cada vez que pienso en el calor que se desprende de sus páginas no puedo evitar compararlo con el verano en Ourense. Y me doy cuenta de que, de haber vivido aquí, Camus, Rulfo y García Márquez tal vez hubiesen podido escribir igualmente sus novelas. Tal vez no habrían cambiado ni una coma. Pero lo que habrían hecho en realidad, porque es lo que hacemos todos, es sudar. Sudar como auténticos hijos de puta.

Comentarios