Blog | Que parezca un accidente

Cuando llama a tu puerta la miseria

A VECES NOS asalta en una calle cualquiera, al doblar la esquina, echada sobre unos cartones en un rincón o sumergiéndose en un contenedor, arañándonos la conciencia de medio lado, por el rabillo del ojo, mientras mantenemos la vista al frente y hallamos refugio en la lógica. Y en la relación de causalidad. Y en la responsabilidad que aguarda intacta al final de esa cadena perversa que forman las consecuencias de nuestros actos. Pocas cosas hay tan balsámicas como convencerse a uno mismo de que la culpa siempre obedece a una mala decisión.

Otras veces asoma en el televisor, en algún lugar lejano al otro lado de la pantalla, incolora, inodora e insípida, como un tiburón inofensivo en el fondo del acuario, inquietando levemente nuestra retina, que en ese instante observa desde otro plano, desde una dimensión distinta e impasible, desde una realidad que ha perdido, por sobresaturación, su capacidad para impresionarse o estremecerse o siquiera inmutarse ante el escaparate. Resulta fácilmente descartable. Basta con elegir otro canal. Y seguir comiendo pipas.

A menudo la sientes a tu lado, caminando a oscuras y en paralelo, mendigando a las puertas de una iglesia o de un supermercado, aguardando su turno en la cola de un comedor social o de un centro de beneficencia, aferrándose a la playa y al presente al descender de una patera, sobreviviendo en un poblado chabolista, descalza, marchita, rodeada de niños de mirada apagada e inocencia consumida. Te la encuentras continuamente de frente y la ves pasar hacia atrás, como farolas en una autopista. Está a tu lado pero a la vez está a cientos de kilómetros de ti. No te roza. Pertenecéis a universos concéntricos pero superpuestos. A veces ni siquiera te das cuenta de que la tienes delante. Hasta que un viernes cualquiera, a la hora de comer, la miseria llama a tu puerta. Y tú abres y te la encuentras. Y algo se hace añicos dentro de ti.

Era una pareja de mediana edad. Ella tendría unos cuarenta años y él, alrededor de cincuenta



Era una pareja de mediana edad. Ella tendría unos cuarenta años y él, alrededor de cincuenta. A primera vista, los dos aparentaban muchos más. El aspecto de ella, envuelta en una gabardina vieja, de cabello lacio y piel arrugada, era el de una mujer abatida por sus circunstancias. En sus ojos había tristeza y dolor, pero también vergüenza. La clase de vergüenza de quien se siente humillado por haber terminado de aquel modo. De quien parece haber hecho lo posible por revertir la situación pero se encuentra al borde del precipicio. La clase de bochorno que sentiríamos todos el primer día que nos encontrásemos ante una puerta ajena pidiendo ayuda. Él no levantó en ningún momento la vista del suelo. Estaba rígido y un tanto encorvado. Daba la impresión de padecer alguna enfermedad.

Ignoro el pasado de ambos, pero ninguno parecía haber pedido limosna en su vida. Al contrario. Parecían dos personas en cuyo camino se había cruzado en algún momento la adversidad, sospecho que hace ya algunos años, y ahora recurrían a la caridad porque no les quedaba otro remedio. Porque se les habían acabado los clavos ardiendo. Solamente habló ella y no recurrió a ninguna historia. No explicó sus circunstancias. Con la voz cansada, se limitó a preguntarme si podía ayudarles de alguna manera para poder comer. Ellos y sus dos hijos. Esa información añadida, la mención de los dos niños, podría parecer un recurso para inspirar compasión, pero no es la primera vez que alguien llama a mi puerta pidiendo una limosna y lo que me encontré aquel día en cuanto la abrí no era el resultado de ninguna artimaña.

Su voz estaba rota. La expresión de su cara era desesperanzadora. Y aquel hombre a su lado, profundamente afligido, mirando al suelo, rogando en silencio que alguien les echase una mano porque habían llegado al fondo de la miseria y necesitaban una ranura para poder respirar. Les pregunté si preferían dinero o comida y me contestaron que les daba igual. Insistieron en que estaban pidiendo ayuda porque ni ellos ni sus dos hijos pequeños tenían nada para comer. Y durante un instante, que todavía dura hoy, pensé en las condiciones en las que estarían viviendo aquellos niños. Y en qué podría darles aquella gente más que el legado de su terrible desgracia.

Hay un poema de Rosalía de Castro titulado Cuando sopla el Norte duro que se refiere a las penurias que atraviesa la gente sin hogar. Dos de sus versos dicen: "La miseria seca el alma / y los ojos además". No sé cómo serían las cosas en el siglo XIX, en ese mundo de hombres "flacos, desnudos y hambrientos" que entonces helaban el espíritu de la poeta compostelana, pero basta con mirar cara a cara a las dos personas que llamaron a mi puerta hace unos días para darse cuenta de que eso no es verdad.

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