Blog | Que parezca un accidente

Cosas del confinamiento, Marcelino

ME GUSTA la vida social, pero detesto hacer planes a largo plazo. Esto es, quedar para el día siguiente, por ejemplo. Me despierto por la mañana, me desperezo generosamente, recuerdo que he quedado con unos conocidos para comer y me entra una pereza irresistible. Me hastía la perspectiva de un día tan estructurado, con todas sus casillas ocupadas, incluso las del ocio. Sin huecos que uno ignora cómo va a ocupar. Sin espacio para lo insospechado. Mientras desayuno, comienzo a pensar en posibles excusas para escabullirme y quedarme en casa. A veces, incluso busco alternativas improvisadas, citas espontáneas que surjan de un mensaje aleatorio a otra persona y que sirvan como pretexto para cancelar mi asistencia a la comida acordada. Aunque esas otras citas también consistan en ir a comer. Aunque se trate exactamente del mismo plan, con otra gente y en otro sitio. Por lo menos —me consuelo—, habrá surgido de forma inesperada.

Maruxa
Maruxa

En el fondo, me temo que la primera afirmación de este texto no es cierta. Puede que, en efecto, sienta cierta aversión por la vida social, en general, a no ser que esta surja de la nada y lo atropelle a uno de pronto y sin avisar. Prefiero un "¿te vienes?" a un "¿quedamos mañana?". Un "¿bajas?" a un "¿nos vemos el fin de semana?". Lo de citarse para medio mes más tarde es una descortesía que roza la perversión. En realidad, tras esa propuesta se esconde un estudiado ejercicio de incivilidad.

Es algo que me sucede desde la pandemia. Yo antes quedaba con todo el mundo, en todas partes, sin importar lo lejos que me encontrase del lugar convenido o la antelación de la convocatoria. Si se me emplazaba, yo cumplía. Aunque ello supusiese tener que hacer un pequeño esfuerzo. Pero intuyo que el confinamiento, esa pausa involuntaria de tres meses, liberado de cualquier compromiso social, causó en mí un efecto imprevisto. Se cumplen ahora tres años y me he dado cuenta hace poco de que mi forma de entender las relaciones es otra: ya no me apetece hacer esfuerzos de ese tipo.

Si me avisan para un plan al vuelo, acostumbro a aceptar. Normalmente, por la propia emoción de la inmediatez y la incertidumbre. Otras veces, sin embargo, no voy. Porque no me da la gana. No considero necesarias más explicaciones. Pero a base de negarme a hacer esfuerzos, he acabado reduciendo mis interacciones sociales al mínimo: tan solo hago planes con tres o cuatro amigos, apenas me muevo fuera de mi barrio, frecuento únicamente dos o tres sitios y casi no salgo de la ciudad. Me paso media vida en la calle, pero en un círculo muy limitado. Sin darme cuenta y de forma inconsciente, en lo que se refiere al resto del mundo, me he vuelto un huraño.

No lo digo con orgullo. Comprendo que constituye un problema. Y lo escribo aquí porque tiendo a pensar que no debo de ser el único. Todos vivimos aquellos tres meses con inquietud, alarma y recelo, pero también fue una época de reinicio. Cambió el orden de las cosas, especialmente el personal. Algunos no lo sabíamos, pero en un mundo de reuniones, agendas, encuentros, horarios y citas, sin darnos cuenta, vivíamos bajo cierta ansiedad social. Y de pronto, a este lado de la puerta, todo pasó a ser más sencillo. En casa nos levantábamos a la misma hora, desayunábamos juntos, el edificio se despertaba a la vez, los vecinos comenzaban a hacer sus tareas domésticas, la rutina lo uniformó todo. Y algunos empezamos a sentir que algunas cosas de antes quizá nos sobraban. Entre otras, las que implicaban un tipo de esfuerzo muy concreto.

Me parece que, a la inversa, hay algo que guarda relación con lo anterior: creo que, en mi caso, también ha variado la forma en que opera la nostalgia. Hace poco, en plena calle, una cara me resultó familiar. Me quedé observando a aquel extraño y no tardé en reconocer en sus gestos y muecas a un muchacho con el que solía jugar de niño, en el pueblo de mis abuelos. Se trataba de una persona muy cercana a mí en aquel tiempo, pero a quien creía haber olvidado. Un hombre al que, hace algunos años, en esa misma calle, probablemente habría ignorado. Habría seguido mi camino, pendiente de mis cosas, acaso reflexionando sobre el olvido. Pero esta vez no fue así. Sentí la necesidad de acercarme y hablarle.

Le dije: "¿Marcelino? Hola. Soy Manuel, el nieto de…". Me reconoció, sonrió y nos dimos un abrazo. Hablamos durante un rato y me preguntó si me apetecía tomar un café. Y ante aquel plan al vuelo, surgido de forma inesperada, envié un mensaje a otra persona disculpándome, explicando que me había surgido un imprevisto, y acepté aquel café.

Comentarios