Blog | Permanezcan borrachos

La traductora inagotable

Es imposible recorrer la literatura más influyente del siglo XX sin cruzarse con Aurora Bernárdez, que también escribía

Ilustración para el blog de Juan Tallón. MARUXA

ESTA SEMANA me pasó algo ya habitual. Acabé de leer Mesías, de Gore Vidal, y al volver a las primeras páginas advertí que la novela estaba traducida por Aurora Bernárdez (Buenos Aires, 1920París, 2014). Este descubrimiento es un instante que se repite cada cierto tiempo a lo largo de mi vida como lector.

Hace dos semanas, en la casa de un amigo, reparé en un viejo libro de relatos de autores estadounidenses, y al hojearlo y ver que incluía Una rosa para Emily, de William Faulkner, advertí que también estaba traducido por Bernárdez. Es lo mismo que me sucedió el año pasado al leer Levantad, carpinteros, la viga del tejado, de Salinger, y aún antes el día que leí Bouvard y Pecuchet, de Flaubert. Hubo más hallazgos así, como Pálido fuego, de Nabokov, o Por qué leer los clásicos, de Italo Calvino. Es casi seguro que, en el futuro, volveré a encontrarme por sorpresa con esta traductora inagotable.

"Traduje tantos libros", explicó Bernárdez al cineasta Philippe Fénelon en una entrevista de tres días, en 2005, "que ya ni me acuerdo. Muchas veces me dicen: ¡Pero esa es una traducción tuya!, y tengo que hacer un esfuerzo para recordarlo". Tenía 25 años cuando empezó a trabajar para la editorial Losada, donde conoció a Francisco Porrúa. "Los directores literarios me hicieron traducir un párrafo de prosa y un diálogo, para ver si estaba en condiciones", contaba. Su primera traducción, del francés, fueron algunas partes de la inmensa Los Thibault, de Roger Martin du Gard. Todavía no conocía a Julio Cortázar.

El día de 1948 que se vieron por primera vez, en la confitería Richmond de la calle Florida, en Buenos Aires, el autor de Rayuela "me propuso ser su socia en la agencia Havas de traducciones técnicas y documentos". Pero lo rechazó. "La idea de traducir contratos y patentes me era realmente ajena". Antes de conocerse, Aurora había leído Casa tomada en la revista Los Anales de Buenos Aires, y el cuento la impresionó. Nunca había oído hablar de su autor. "No es español, no escribe como un español", le dijo a su amiga Inés Malinow, que lo conocía personalmente, y que una semana después se lo presentó. Cortázar sabía de la existencia de Bernárdez al menos desde 1947. En ese año, cuenta la periodista colombiana Nátaly Londoño, escribió una reseña en la revista Cabalgata sobre La náusea, de Jean-Paul Sartre, y señaló que "Aurora Bernárdez vertió el difícil lenguaje de la obra con una exacta noción del ritmo sartriano. En cada página hay pruebas de su esfuerzo y su eficacia".

Cuando fueron pareja, y se casaron, cada uno tradujo siempre por su lado. En su reencuentro en París, en 1952, emprendieron vida juntos, y al año siguiente hicieron un viaje a Italia que duró casi un año, durante el que Bernárdez tradujo artículos de la Enciclopedia francesa y Cortázar la narrativa completa de Allan Poe, en la que ella también colaboró. "Nos fuimos a Roma con nuestras máquinas de escribir y nuestros diccionarios". El dinero que obtuvieron por ambos trabajos les permitió comprar su primer apartamento en París. A la vuelta, la Unesco los contrató como traductores, y por primera vez tuvieron horario de oficina. Nunca quisieron sino contratos temporales. Cuando pudieron incorporarse a la plantilla, descartaron la idea. "No. Porque eso nos quitaría mucho tiempo para leer y escribir".

Las colaboraciones temporales eran "una forma muy conveniente de ganarnos la vida y de disponer de tiempo" para, en el caso de ella, hacer también otro tipo de traducciones. "Traduje muchos libros, y libros que pude elegir, libros que interesaban de verdad". Es imposible recorrer la literatura más influyente del siglo XX y no cruzarse con Aurora Bernárdez, traductora de autores como Albert Camus, Jean Cocteau, Simone de Beauvoir, Paul Bowles, Paul Valéry, Jean Anouilh, Henri Michaux, François Mauriac, Lawrence Durrell, J. G. Ballard, Kurt Vonnegut o Ray Bradbury. Es una pena que tuviese que morir, y que entonces los herederos publicasen sus textos, para descubrir que también escribía.

Comentarios