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Yo quiero ser psiquiatra

Borges

EN EL PATIO del colegio de mi hija, a media tarde, escuché a uno de sus compañeros, de casi cuatro años, decir que de mayor quería ser "psiquiatra". Me caí de culo, claro. "Caray", mascullé, fingiendo total admiración. "Así que psiquiatra, eh", dije con vocecita sarcástica, muy bajito, por si rondaban por allí sus padres. "Sí, psiquiatra, como mi tío", insistió el niño, con un orgullo que parecía justificado. Me contuve para no preguntar qué hacía un psiquiatra, y cómo le iba a su tío. "Y tú, Helena, ¿qué quieres ser?", le planteé a mi hija, esperándome cualquier cosa. "Yo nada", respondió con un gélido interés por el porvenir, mientras arrebañaba con una cuchara el fondo de petit-suisse. Me di por satisfecho. En un mundo lleno de gente ambiciosa, artificial e insaciable, la aspiración de no ser nada denotaba cierto carácter, pensé. 

Cuando ella y sus compañeros se alejaron, me puse a calcular cuantas semanas o meses tardaría en querer ser finalmente algo, y qué algo sería. Después de todo, resulta difícil resistirse a la idea de hacer planes perfectos para el futuro. Qué importa si luego, con el tiempo, no se plasman en la realidad. La irrealidad también existe, y qué necesaria es en ocasiones, ¿no? Hay etapas en nuestra vida en las que no importa que no se cumplan los sueños, porque ni siquiera son sueños; son solo frases prestadas. Pero te aferras a ellas, porque a algo hay que aferrarse. En caso contrario el tiempo te alcanza y te queda la sensación de que no viviste.

Esto no quita, supongo, que unas pocas veces llegues a ser lo que pretendías a una edad temprana. Hace algunos años entrevisté a varios enterradores para un reportaje. Algunos llevaban más de veinte años en el mismo cementerio. Sabían dónde estaba cada muerto del mismo modo que uno sabe donde guarda el cortaúñas o su ejemplar de La hoguera de las vanidades. "He visto de todo", me aseguró uno. A su lado su hijo, también enterrador, asentía con devoción. Su padre le había transmitido el gusanillo. "A los ocho años ya quería ser enterrador", me confesó el muchacho. "En mi familia me preguntaban: '¿Niño, tú qué quieres ser de mayor?' Enterrador. Yo siempre quise ser enterrador".

Ante un pequeño auditorio, explicó que cuando era solo un niño su sueño era ser un homeless

Camino a casa, casi anocheciendo, volví a preguntarle a Helena si no quería ser algo cuando creciese. Yo estaba pensando en algo grande, que sirviese para dar sentido a tu vida y, con un poco de suerte, a la de dos o tres más. Poeta tal vez, o matemática. Incluso psiquiatra, ya puestos, o genetista, arqueóloga o astrofísica. Al fin y al cabo, en cuanto me despistase la niña entraría en la edad de empezar a ser pretenciosa. "¿Qué es astrofísica?", dijo, como toda respuesta. No me quedó más salida que dejar morir el tema. En lo que restaba de camino hasta casa, nos centramos en discutir qué haríamos al llegar.

Entretanto, me acordé de Óscar Marcano, un escritor venezolano con el que coincidí hace tres años en una mesa redonda. Ante un pequeño auditorio, explicó que cuando era solo un niño su sueño era ser un homeless. Se sentía atraído, sin una explicación, por la clase de vida que precisamente nadie deseaba. "Quería convertirme en uno de esos menesterosos, sin nada a cuestas, que veía deambular por las calles. Cuando nos reuníamos de chicos y alguno decía que quería ser astronauta, médico, aviador o lo que fuese, pocas veces tuve la valentía de revelar mi verdadera vocación", dijo.

El final perfecto de esta historia se lo dio Borges en El Libro de los Seres Imaginarios. "Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. Son los lamed wufniks. No se conocen entre sí y son muy pobres. Si un hombre llega al conocimiento de que es un lamed wufnik muere inmediatamente y hay otro, acaso en otra región del planeta, que toma su lugar. Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son nuestros salvadores y no lo saben", escribió Borges, que seguramente, desde pequeñito, siempre quiso ser Borges.

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