Blog | Permanezcan borrachos

Préstamos ventajosos

No es que el banco sea un sitio ameno, pero allí mato el tiempo, me relajo, y cuando salgo vuelvo a tener ganas de hacer cosas

ALGUNAS MAÑANAS no sé qué hacer con mi puta vida, y voy al banco. Me ocurre una vez al mes, aproximadamente. Son esas mañanas desangeladas en las que no me apetece escribir, ni leer, ni llevar el coche a lavar, ni hacer recados urgentes, y me siento tan acorralado que me pongo un pantalón y me dirijo a mi sucursal casi corriendo. No puedo decir que sea un sitio ameno, pero allí mato el tiempo, me relajo, y cuando salgo ya vuelvo a tener ganas de hacer algunas cosas, pocas. En mi última visita entablé discusión con una empleada a propósito de mi tarjeta de crédito. Cuando me iba, la mujer me alcanzó y me preguntó si necesitaba dinero. Recordé que llevaba en el bolsillo unos seis euros. Suficiente. No era aquella la clase de mañana en la que me apetecía comerme el mundo. Me encogí de hombros, y le manifesté que creía que no. Estaba servido. En aquel momento, de hecho, no sabía ni en qué gastar los seis eurazos. "Tenemos unos préstamos muy ventajosos", añadió. Entonces la entendí mejor. No es que quisiese saber si llevaba dinero encima para hacer frente a un imprevisto, camino de casa. En realidad, tenía interés en saber si no sería yo uno de esos tipos con sueños, que para llevarlos a cabo necesitan financiación. "¿Un préstamo?", pregunté para ganar tiempo, dudando. "Ummm. Creo que no", respondí finalmente. Me agarró el miedo, supongo. Ella advirtió a través de algún resquicio que yo había experimentado una levísima duda, y volvió a la carga. "¿Seguro? ¿Por qué no te lo piensas mejor? Es un momento magnífico para acceder a uno. ¿No quieres cambiar de coche?". Cuando salí del banco, me sentí con ánimos renovados, y me fui a casa a hacer cosas.

El banco me renueva los ánimos. En ocasiones excepcionales, acompaño a los demás a su propio banco, y noto que eso también me hace bien. Quizá sea una cuestión de atmósfera. Hace unos meses me encontré con un amigo jubilado en la calle. Yo me dirigía al bar, pues era otoño y hacía frío, y quería calentarme los pies, y él iba al banco a pagar un recibo de la luz. Me dio pena y lo acompañé.

Todos soñamos en algún momento con atracar bancos, ¡solo faltaría! Somos de carne y hueso

Hicimos una cola de media hora, y cuando se acercaba nuestro turno me preguntó, como si hablase por un megáfono: "¿Y tú qué opinas de los atracos a bancos?". Algunos clientes se giraron con curiosidad, incluso sonrientes, y la cajera levantó la cabeza, al estilo de esos documentales de animales entretenidísimos, que sigues mientras duermes, en los que la gacela advierte aterrada que llega un leopardo a toda velocidad. No supe bien qué responder. Me sentí tentando a gritar que estaba muy a favor. Me conformé con susurrar que todos soñábamos en algún momento con atracar bancos, solo faltaría. Somos de carne y hueso. Es más, precisé, el atraco era un sueño compartido con los directivos de esos bancos, pero ellos llegaron antes. Mi amigo asintió. Le conté que en la época dorada de los videojuegos, se decía que un alumno del instituto en el que yo estudiaba había intentado atracar una sucursal de Caixa Ourense. Estaba obsesionado con el videojuego Space Invaders, y un día entró en la entidad con un cuchillo de 30 centímetros de largo, y cuando el cajero le tendió 100.000 pesetas en billetes de 1.000, le dio un manotazo al dinero y gritó: "¡Solo quiero monedas!". Eran para la maquinita, pobre.

Teníamos todavía tres personas por delante en la cola, y me animé a hablarle de Jorge Riojano. Ese sí que era un señor atracador, no como nosotros. Conocí su historia a través de José Martí. Durante un tiempo más o menos largo, Riojano hizo del robo de bancos su profesión. Cuando se jubiló, optó por llevar una vida culta, hasta que un día se dirigió a su oficina habitual a realizar una gestión. La cajera le informó de que debía cobrarle una comisión y él, al considerarla excesiva, montó en cólera y gritó que aquello era un atraco. Todo el mundo se tiró al suelo y la cajera empezó a darle dinero. "Coño, ¿qué iba a hacer si me los daban? No llevaba bolsa, me metí los billetes por dentro de la camisa y me fui. No llevaba ni arma", dijo más tarde.

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