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No me cuentes historias

HENRY MELVILLE tenía 33 años cuando se dirigió por carta a su admirado amigo el novelista Nathaniel Hawthorne para contarle la historia de Agatha Hatch, y que, si resultaba de su interés, la usase como argumento para una novela. "Creo que de este asunto sacará usted mejor provecho que yo. Es más, se diría que es la historia misma la que se siente atraída por usted", afirmaba Melville en una misiva de 1852. Hawthorne no se sintió nada atraído por la historia y rehusó escribirla.

Estos rechazos siempre me suenan a música de cámara. Algunas veces se te acerca un conocido y te dice que tiene una historia —una "historia buenísima"— para que escribas una novela con ella. Es una pena, porque justo en ese instante se jodió la posible novela. Nunca podrás escribirla. "¿Ah, sí?", preguntas de todas formas mostrando mucho interés, pero no demasiado. Tú ya sabes, sin necesidad de oírla, que la historia nace muerta. Simplemente la escuchas, asientes y la olvidas para siempre. No podrás hacer nada con ella. Esa posibilidad se esfumó en el mismo segundo que el conocido afirmó que la historia podía acabar siendo tu próxima novela. Mal sabe que la hora culminante de todo libro llega cuando este aún no existe y el autor descubre su germen dentro de su cabeza y grita en silencio "¡lo tengo!". Es un hallazgo maravilloso, íntimo, que ilumina el cerebro como un
relámpago. Todo está aún por hacer, pero en algún sentido ya lo hiciste.

Un día, con su mujer embarazada, salió a buscar trabajo y tardó 17 años en volver


Descubrir tu propio libro es el principio de todo. Te hace sentir el dueño de la idea y de las frases. No hay libro posible sin esa convicción. Notas que tienes el control. Eres el rey. Pero si te regalan la idea… Serás su esclavo. Cosa distinta es que alguien te cuente una historia sin precisar qué puedes hacer con ella, o advirtiendo justamente que por nada del mundo podrás escribirla. Con el tiempo quizá puedas sentir que la historia te pertenece, y volverse ese germen detrás del que, de pronto, adivinas el futuro de tu siguiente novela.

Me llevo siempre una enorme alegría cuando descubro a autores que tampoco pueden escribir las historias que alguien les cuenta para que las escriban. Saber que Melville le ofreció una historia a Hawthorne, y que este la ignoró, no hace sino animarme. Uno ha de descubrir por sus propios medios sus relatos, aunque sean relatos de otros. Y eso que la historia de Agatha Hatch era magnífica. A Melville se la había contado un abogado de nombre John H. Clifford. Según la correspondencia de Melville, publicada por la editorial La Uña Rota y traducida por Carlos Bueno, un hombre llamado Robertson naufragó en la costa de Pembroke. Agatha Hatch lo rescató y lo curó de sus heridas, y al cabo de un año se casaron; dos después, con ella embarazada, él "salió a buscar trabajo y durante los siguientes 17 años nunca se supo nada de él, ni directa ni indirectamente", le refirió el abogado a Melville.

La hija de Agatha nació bien de salud, creció e ingresó en un internado prestigioso. En ese tiempo, Robertson se fue a Alexandria, en Columbia, donde abrió un negocio de éxito y se casó por segunda vez. Cuando transcurrieron 17 años, volvió a casa de su primera mujer y su hija. "Se disculpó lo mejor que pudo por su larga ausencia y por su silencio, se mostró muy afectuoso, se negó a contar dónde vivía y las convenció para que no se metieran en averiguaciones. Les ofreció una buena suma de dinero, prometió que iba a quedarse para siempre y se marchó al día siguiente", resumió Clifford. Al parecer, volvió para la boda de su hija dos años después, pero de nuevo desapareció.

A Melville le pareció que esta historia, narrada desde el punto de vista de Agatha Hatch, podría ser contrapunto a Wakefield, el relato de Hawthorne en el que el protagonista se despide una mañana de su mujer antes de salir de casa, por cuestiones profesionales, y no regresa hasta 20 años después. Toda vez que a Hawthorne no le interesó, fue el propio Melville quien la escribió. Al poco tiempo, desanimado por los fracasos de Moby Dick y Pierre o las ambigüedades, decidió destruir el manuscrito. Fin.

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