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Instrucciones para ordenar la mesa

La mesa caótica es una gran ciudad, de la que tú eres un elemento más. Todo parece vivo, épico, milagroso. En la mesa vacía, la soledad es perfecta. Hay que elegir

Algunos días, la vida entera desemboca en tu mesa de trabajo, en la que se agolpa un caos apremiante, que hace chispas. Montañas de carpetas, anotaciones inservibles en postit, columnas de libros que imitan a los ladrillos, cervezas casi vacías, portarretratos, el teléfono, lápices, libros abiertos boca abajo, unas pocas monedas, bolígrafos sin tapa, tazas de café, fundas de gafas, cucharas, unos auriculares, tapas de bolígrafo, velas, el ordenador portátil, libretas abiertas y cerradas, cables, un ejemplar de recuerdo del Frankfurter allgemeiner zeitug, una pala de juguete de tu hija o, en las peores horas, un martillo y un trapo con la piel de una manzana. Todo cae ahí, lenta y peligrosamente, casi a escondidas, hasta que la visión del desorden se vuelve hostil, y te paraliza. Primero no era nada y a continuación ya era una bomba haciendo tic tac que desmoraliza a cualquiera, igual que las mañanas que te levantas jovial, subes la persiana, y al ver la calle mojada apenas encuentras fuerzas para balbucear un "llovió", y aplazar todos tus planes. Solo sabes que todo sucedió delante de tus narices, y que no lo viste llegar.

El desorden busca en sigilo las horas del hastío. Te vigila, y cuando bajas la guardia, ataca. Equivale a una lluvia para el interior de las casas. Bastan unos ratos de apatía, o que pienses que tienes cosas más importantes que hacer que devolver las cosas a su sitio, para que tu mesa se llene de objetos. Se posan y dicen "me quedo, yo soy de aquí". En cierto sentido, es un motín. La revuelta la lidera a veces un libro que tomaste de la estantería a la búsqueda de un subrayado que le hiciste hace años a una página. Ese libro llama a otro, pariente lejano, y en el que persigues un pasaje que case con el anterior, y ese libro reclama un lápiz, y un lápiz lleva a un marcapáginas, y este a un café recién hecho, y el café a unas migas de galleta, y estas a una idea, y la idea exige un post-it, rápido, así sucesivamente hasta que se declara la guerra ante tus narices.

Parece sencillo ordenar una mesa. No es tan grande, piensas. ¿No se ordenan las ciudades por las noches? ¿No se ordenan los colegios, las bibliotecas, las habitaciones de hotel, los bolsillos al llegar a casa, los armarios, la memoria, el fregadero, el pago de impuestos? No hay más que reincorporar cada cosa a su sitio, te explicas a ti mismo. Ahí precisamente vive el problema. Muchas cosas no tienen un sitio. Deambulan de un rincón a otro de la vivienda empujadas por un viento inexistente, acaso un mar de fondo. Siempre hay una mano cómplice que las traslada sin saber lo que hace. Cuando al fin recalan en la mesa, se aferran a ella. Intentan fundar una patria. Es intimidante. Algunos días se vuelve imposible arrojar a la basura un simple número apuntado en una trozo de papel, que ni siquiera sabes de quién es. ¿Y si se trata de un teléfono importante, y pasado mañana lo necesitas? No digamos si la anotación es una frase, o una idea, que ahora no sirven para nada. ¿Es que acaso en el futuro, cuando vengan mal dadas, no hallarás de máxima utilidad la frase o la idea?

El caos no deja muchas opciones. Divide a las personas en dos grupos: quienes se ponen a ordenar, con gran fuerza de voluntad, e inventan nuevos sitios para las cosas, o incluso las sacrifican. Tienen claro que se puede vivir con una frase de menos, por buena que sea. Admiro esa valentía. A su lado, o muy lejos, están quienes se rinden a esa fuerza extranjera que invade su mesa y trabajan cautivos, hasta acostumbrarse al desorden. También los admiro. Se creen libres y poco a poco se convencen de que el caos provee. Las mesas llenas, piensan, favorecen la creación. ¿No es en las mentes eferves
centes, donde las ideas chocan, se rozan, conviven, se contaminan, y al final nacen las genialidades?

La mesa caótica es una gran ciudad, de la que tú eres un elemento más. Todo parece vivo, épico, milagroso. En la mesa vacía, la soledad es perfecta. Hay que elegir.

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