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La importancia del supermercado

ME GUSTA IR AL supermercado. Siempre consigue que me sorprenda porque existan tantas cosas distintas para comer. Es un lugar para tomar el pulso a un barrio, a una ciudad, a la vida ordinaria. Cada etapa de nuestra vida lleva asociado, seguramente, un área comercial. Ni el súper ni el hipermercado, sostiene Annie Ernaux en Mira las luces, amor mío, son reductibles «a su uso de economía doméstica», sino que «suscitan pensamientos, fijan en recuerdos sensaciones y emociones. Seguro que podrían escribirse relatos de vida a través de las grandes superficies comerciales», asegura. Para cualquier persona de menos de cincuenta años el supermercado constituye una especie de paisaje infantil. Siempre están ahí. «Es un espacio familiar cuya práctica se ha incorporado a la existencia, pero del que no se sospecha la importancia en nuestra relación con los demás». Y sin embargo, no hay espacio donde deambulen y se reúnan tantos individuos semejantes, pero muy distintos: por edad, ingresos, cultura, origen geográfico, étnico, apariencia.

En el supermercado buscas, encuentras, compras, te lo comes, o quizá te lo pones. Si sales con las manos vacías te sientes extrañamente culpable. Hacer la compra, buscar lo que necesitas, tachar con un lápiz, paulatinamente, los artículos de la lista, es un bello ritual. No encontrar algo lo intensifica. Algunos días le preguntarías al dependiente, tras dar vueltas y vueltas en pos de la levadura, pongamos, no por la levadura, que ya te da igual, sino por «un tipo con pelo abundante, gafas, reloj desde hace dos meses, vaqueros azules viejos, zapatillas blancas bastante roñosas». «Es que soy yo», acabarías de decirle, para que supiese qué buscas.

En el supermercado hablas con la gente, te olvidas de lo que hablaste, ves caras conocidas, caras que no significan nada, con algunas te cruzas a menudo, otras las verás sola una vez. Se suceden los hechos comunes. Un supermercado puede servir para mantener una conversación y conectarse con el mundo, y también para aislarse.

Yo voy a estar solo: si está lleno, porque se agranda mi anonimato, y si está vacío, porque es como si fuese mío. Y más gente. Hay personas que hablan con la lista de la compra, con los precios, con los artículos que buscan, con los carritos, con los descuentos. Hace poco espié a un señor que dialogaba con unos mejillones en escabeche. Siempre es agradable que te escuchen, aunque sean unas conservas. El hombre tomó la lata, la leyó y dijo: «Mejillones picantes. Os va a comer vuestra madre». Y los dejó. Ernaux va a reencontrarse con la gente. Para ella el hipermercado es un espectáculo, un gran espacio humano de citas. En una ocasión se había aislado, fuera de temporada, en un pueblo de La Nièvre para escribir a su aire, y no lo conseguía. Ir al Leclerc, a cinco kilómetros de donde vivía, fue todo un alivio. «Al mezclarme con desconocidos, al ver a gente, me reencontraba, precisamente, con el mundo», escribe. Durante casi un año llevó un diario de sus visitas al por primera vez se preguntó por qué los supermercados nunca estaban en las novelas que se publicaban, y cuánto tiempo necesi- Alcampo de Cergy, que recoge en Mira las luces, amor mío, donde responde a una cuestión que se hizo en los años setenta, cuando taba una realidad tan nueva para acceder a la dignidad literaria.

No importa si en el supermercado se suceden sin parar hechos comunes. Lo cotidiano se las ar r egl a siempre para adquirir rango literario. Unos pocos días comparece lo extraordinario. En un Alcampo vi yo a una pareja besándose sin manos. Las tenían los dos en los bolsillos de la cazadora. Se besaban y se besaban, como si estuviesen solos en el hipermercado, cuando él se desequilibró. El beso, en vilo, se prolongó todavía un instante, hasta que su cuerpo cayó s obr e e l de la chica, que también osciló, y entonces se precipitaron ambos sobre una pirámide de productos navideños y bebidas. Fue un desastre, pero siempre pienso que ojalá hubiese sido yo el causante, gracias a un beso.

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