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Historia de un autobús

Una viajera leyendo un libro. EP
photo_camera Una viajera leyendo un libro. EP

CADA VEZ QUE VOY AL HOSPITAL intento ir en autobús. El billete cuesta 85 céntimos, y puedes hacer un avión con el resguardo que te entrega el conductor. Es una maravilla, o me lo parece a mí. El mundo se queda poco a poco sin cosas que comprar a ese precio. Se pierden inexorablemente, formando como un hilo de sangre en la arena, antes de secarse para siempre. Me esfuerzo en ser positivo, y los días que visito a un enfermo, o acudo a hacerme una prueba, me digo que al menos el coste del transporte hasta allí es una preciosidad. A veces incluso imagino que el enfermo soy yo y que un doctor me anuncia por sorpresa que me quedan solo dos meses de vida, y me doy ánimos y me felicito a mí mismo porque el regreso a casa con ese peso a la espalda será baratísimo.

Desde mi parada, el viaje al hospital dura diez minutos, aunque nunca me he molestado en comprobar si en efecto son diez. Tal vez dure quince. Qué más dará. Hace un par de años, que tampoco conté expresamente —así que a lo mejor fue hace tres—, me subí a la línea seis para pasar un rato con un amigo de la familia, ingresado por problemas renales. Al cabo de media hora, que me mantuve sentado a los pies de su cama, tratando de molestar lo menos posible, como un perro enroscado, nos despedimos y regresé a casa también en autobús. Estaba casi vacío y me dirigí al fondo. Enseguida reparé en que la mujer sentada en la fila posterior viajaba absorta en un libro. Ajena al pasaje, y a sus ruidos, parecía disuelta en lo que leía. Tendría unos cincuenta años y usaba gafas de carey, que por lo visto le molestaban para la lectura, pues se las había subido hasta la frente. Sostenía el volumen solo con tres dedos, a semejanza de un cigarrillo. Su habilidad era capaz de hipnotizarte. El gesto desprendía la soltura y seguridad que solo tienen quienes leen todos los días.

Reparé en que la mujer sentada en la fila posterior viajaba absorta en un libro. Ajena al pasaje, parecía disuelta en lo que leía

No conseguía distinguir desde mi asiento de qué libro se trataba. Eso me puso particularmente incómodo. Podía leerlo por encima de los hombros de la mujer, pero no saber qué leía. Completé un párrafo que no me sonó a nada. Pertenecía a cualquier libro. En casi todos hay al menos unas frases así, que no suenan a nada especial. Entonces, el autobús se detuvo y se subió un hombre con un bolso cruzado al pecho, ni gordo ni delgado, y se sentó al lado de la mujer. Me entraron unas ganas feísimas de propinarle una paliza y mandarlo al hospital. Estábamos en el autobús perfecto. Aquel asiento me pertenecía. El hombre miró el título del libro con la sola intención de que ella lo viese curiosear, y dijo: "Me encantó esa novela".

Su compañera de asiento levantó la vista y se volvió hacia él con curiosidad, mientras hacía bajar las gafas hasta apoyarlas en la nariz. "¿En serio? ¿A que es una maravilla?", respondió, tejiendo complicidades imprevistas. Por un momento, pensé que se conocían y estaban actuando, solo por hacer el payaso. No tardé en descartar esa ocurrencia. Se pusieron a hablar del autor y su maestría, pese a tratarse del libro con que debutó, y del protagonista y sus peripecias. ¡Y yo sin saber el título! Qué agonía. De vez en cuando, con el vaivén del autobús, sus rodillas se rozaban.

En cada detalle en que me detenía veía el comienzo de algo, aunque no sabía de qué. El autobús se acercaba a mi parada cuando comprobé que intercambiaban emails y se reían. Al levantarme para dirigirme a la puerta espié la cubierta del libro. Me quedé inmóvil en la acera, sin saber qué hacer, mientras el autobús se alejaba. Cuando reaccioné, apunté el título de la novela, Edisto, y del autor, Padgett Powell. Recuerdo que indagué un poco en internet. Intenté hacerme con ella, pero estaba descatalogada. No me molesté en buscar en webs de segunda mano. Al poco me olvidé del libro. Hace unos días, sin embargo, en la feria del libro antiguo, lo encontré por accidente. Me costó cuatro euros, que es otro precio bellísimo, y mientras espero al momento de leerlo, no paro de imaginar finales para el viaje del hombre y la mujer en aquel autobús.

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