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Eres un pesado, ¿lo sabes?

El pesado es una figura universal, odiosa, repelente y desgraciadamente invencible. Nadie puede con ella. Viene de muy atrás. No estoy seguro, pero quizá ya Dios era un pesado. O en su defecto algunos monos. Después de siglos de historia, nadie ha logrado aún pararle los pies al pesado de un modo definitivo, irreversible. No existe un sortilegio, un aburrimiento, un trapo, una bolsa de plástico, una llave de kárate que lo haga callar cortésmente. Vive de ser pesado. Es vocacional. Si le pagasen, no le saldría tan bien serlo. Tiene alma de pesado. ¿Mueren los pesados? Seguramente sí, pero no hay que alegrarse por ello. A menudo otro pesado, aún más inaguantable, ocupa su lugar. Por eso digo que no hay que alegrarse necesariamente. Es una alegría efímera, que conduce al desaliento.

El pesado es escurridizo. Puede hablar, y hablar, y hablar de lo mismo sin que se agoten las palabras, y si eso pasa, empieza desde el principio. Su bla bla bla va y viene, resulta desgraciadamente puntual, no falla, como cuando predices que mañana saldrá el sol por el mismo sitio que todas las mañanas anteriores. Y claro, despierta los peores pensamientos en sus víctimas. Max Aub detalla en Crímenes ejemplares cómo una mujer acaba con la vida de otra porque es incapaz de mantener la boca cerrada "Y venga a hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviese yo donde estuviese, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Tendría que pagarle sus tres meses. Además, sería capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callase. No murió de eso, sino de no hablar: le reventaron las palabras por dentro".

El pesado tiene la virtud del eterno retorno. Es lo que lo hace tan peculiar. Todos los pesados, cuando pasas cinco minutos a su lado, suscitan en ti el mismo pensamiento: "¿Pero otra vez?" Qué sería de la profesión de pesado si el tipo no te contase algo que ya sabes, que precisamente ya te contó otras veces. Por supuesto, el pesado no se da cuenta de que lo es. Hay por ahí gente pesadísima lamentando que haya pesados, que a su vez seguro que creen que los pesados son otros. Si al menos supiese cuánto hace sufrir a sus víctimas, si pudiese mirarse al espejo y, con lo que ve, decirse "Pero qué pesado soy, cielo santo", seguramente disfrutaría más las putadas que hace por el solo hecho de hablar.

Si dejase de serlo un día, y se callase, quién sabe si la pesadez no acabaría con él por dentro, como en el texto de Aub. No vale de casi nada quejarse, y menos aún decirle "Eres un pesado, ¿lo sabes?". Se echará a reír, y quizá añada "Eres un bromista". Carece también de utilidad recurrir a monosílabos para extenuar la conversación. O hacer muecas. O bostezar. Un pesado nunca te presta atención. Está demasiado ocupado hablando contigo. No es que no quiera atenderte, ojo; es que no puede. Y además no quiere. El pesado jamás se da por aludido, ni por ofendido. Gana siempre. Hay que conformarse con que un día aparezca un pesado nuevo, y te cuente una pesadez nueva, que no esté demasiado podrida.

Los pesados podrían, en un momento de desesperación, dialogar con un río, con una servilleta, con una escalera, con una botella de agua vacía. Bueno estaría. Nada mina su moral. Hace unos días hice un experimento: me llamó un periodista ourensano jubilado, pesadísimo, y le cogí. Y a los pocos segundos, dejé el teléfono en la terraza, con el altavoz, y me fui al baño, y a la vuelta aún abrí la nevera y me preparé un sándwich. Al regreso, seguía hablando solo. Ni siquiera preguntó "¿Estás ahí? ¿Me escuchas?". Llega siempre un momento que un pesado se olvida de que se está dirigiendo a alguien específicamente. No descartemos que un pesado crea que peor que ser pesado es ser ameno.

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