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Dinero muerto

Con el empuje industrial nacieron algunas de las fortunas más escandalosasde la historia. Si enuncias sus apellidos aún crepitan



Me pregunto si hay una cifra a partir de la cual ya no importa cuánto dinero tengas, porque no sirve para nada. En alguna medida, es dinero muerto, de piedra. Nunca podrías hacer nada con él, porque hasta llegar a esa parte de tu fortuna, previamente deberías dilapidar otra más caudalosa todavía, y que es imposible gastar. Ni malgastándola como un idiota que cree que el dinero nace en una maceta llegarías algún día a erosionar ese tesoro seriamente. Pero se puede intentar, por supuesto. En la Edad de Oro de Estados Unidos, a finales del siglo XIX, cuando se dispararon la productividad y la riqueza, hubo varios intentos. Fueron tentativas absurdas, destornilladas y bellísimas de matar el dinero. El empuje industrial vio nacer algunas de las fortunas más escandalosas de la historia. Si hoy enuncias sus apellidos en voz alta aún crepitan, a semejanza de esos suelos viejos de madera cuando los recorre alguien que murió hace años.

Carnegie, Vanderbilt, Huntington, Folger, Rockefeller, Morgan, Kemp, Astor o Gould son solo algunas de las fortunas más conocidas, que durante una época dorada crecían sin límites. Baste decir que en aquellos años ninguno de estos magnates pagaba impuestos sobre su renta. Simplemente, porque ese impuesto no existía. No lo hizo hasta 1914. Los ricos americanos nunca fueron tan ricos como en los días en que todo lo que ganaban se lo quedaban. Gastar parte de ese dinero, que les costaba tan poco obtener, se volvía una de las tareas más electrizantes y agotadoras a finales del siglo XIX. Nadie como los Vanderbilt se esforzaron con tanta clase por buscar los límites de su fortuna, que en algún momento llegó a representar el diez por ciento del dinero que circulaba por Estados Unidos. Amos del ferrocarril y del transporte marítimo, llegaron a se punto incandescente, que provocaba vibraciones en el suelo, en que la acumulación de dinero se convirtió en un problema parecido al de saber cómo olvidar el padrenuestro. El sustrato metafísico del dinero, si esto existiese, los desbordaba. Representaba una losa que los empujaba hacia abajo.

Era una casa de 250 habitaciones, 238 metros de fachada y una planta de dos hectáreas


Su fortuna retaba a la imaginación, y cada mañana, cuando se levantaban, se preguntaban: ¿Cómo vamos a gastar hoy nuestro patrimonio? Hallaron alivio momentáneo en el arquitecto Richard Morris Hunt, que no pasaba de ser el autor de la base de la estatua de la Libertad hasta que empezó a flirtear con millonarios. A partir de ese momento, se convirtió en el principal arquitecto de sus mansiones. Entre los muchos trabajos que hizo para los Vanderbilt, cuenta Bill Bryson en Una breve historia de la vida privada, se incluía una casa de muñecas para los niños, que estaba equipada con un timbre para llamar a los criados, por si necesitaban que les atasen los cordones de los zapatos. Nada comparado, sin embargo, con Biltmore, una construcción en las colinas de los Apalaches, en Carolina del Norte, que fue, y todavía es, la casa privada más grande de Norteamérica. El encargo partió de George Washington Vanderbilt, el miembro del clan al que se creía tonto, y que al fallecimiento de su padre heredó, de una fortuna de 200 millones de dólares, solo el cinco por ciento. Pero no era tonto. O sí. Por si acaso, poseía una biblioteca con 20.000 libros.

Una vez terminada, la casa contaba con 250 habitaciones, una fachada de 238 metros y una planta de dos hectáreas. Se empleó en su construcción a 1.000 trabajadores, a los que le pagaban 90 céntimos al día. Para urbanizar el terreo contrataron al diseñador de Central Park. El propósito de Vanderbilt era vivir allí con su anciana madre. No fue posible. La mujer murió al poco de que Biltmore estuviese concluida, y aunque su hijo se casó, apenas pasaría allí unos pocos meses al año. Las pérdidas que provocaba la propiedad se cifraban en 250.000 dólares anuales. Cuando también George murió, su viuda la vendió. Fue la primera vez que en aquella familia alguien pensó en cómo se podía hacer para ahorrar algo de dinero.

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