Blog | Permanezcan borrachos

Cálzate

Hablar a las paredes es de lo más común y, con la costumbre, nada traumático. Solo necesitas tener al lado a alguien no demasiado interesado en escucharte. O tal vez cansado de hacerlo, depende. Es frecuentísimo, casi seguro, que esa persona que te hace poquísimo caso mientras hablas sea un ser querido: una pareja, un padre, una hija, un hermano, una amiga. Un desconocido con el que te relaciones por primera vez despierta siempre cierta curiosidad: permaneces atento. Por supuesto, también puedes ser tú, cuando quien habla es el otro, el que no preste ni la menor atención. Faltaría más: al igual que el resto del mundo, tienes en la cabeza un millón de asuntos más interesantes en que pensar mientras te dicen no sé qué.

MARUXARepetir varias veces algo, hasta que por fin te hacen caso, es una lucha imperecedera. Nunca se acaba, jamás te impones, casi siempre te rindes. Pocas cosas hay que se digan una vez y baste. Cuando te habitúas, no tiene ni por qué causar frustración. La vida es repetición, ya lo sabes; quizá lo leíste en una novela. Dicho solo una vez, y sin gritar, cualquier mensaje se expone a pasar desapercibido fácilmente, excepto para la pared, claro, cuya afinidad está fuera de toda duda. Cuesta imaginar un diálogo entre gente querida que no incluya de cuando en vez un "¿Cómo dices?", un "¿Me estás escuchando?", o un "No pienso repetírtelo".

Casi siempre hay un instante en el que el habla se vuelve un ruido ambiental, inasible, algo que se borra por el camino, que no alcanza al receptor. Algo ante lo que el pensamiento ajeno se distrae, prestando atención a otra cosa, o a nada. César Aira mantiene una interesante teoría según la cual todo despiste tiene su origen en un exceso de atención. Para atender a una cosa hay inevitablemente que distraerse de otras. "Distraerse", resume con agudeza, "es prestar atención a algo".

Ciertos días alcanzas la lucidez necesaria para apreciar que no merece la pena repetir algo dos veces. Estás abocado a la perdición. Da igual una vez, que dos, que cien. Es imposible comunicarse. Tu destinatario es solo la pared. Recuerdo que Lezama Lima, después de que la primera edición de Paradiso apareciese con 798 erratas, protestó, le señaló bien señalados a los editores los errores, y en la segunda edición, revisada y corregida, las erratas subieron a 892.

Decir una cosa dos veces, tres veces, las que hagan falta, favorece en cierto sentido la existencia de verbos como "repetir", "insistir", "machacar", o de expresiones como "calentar la cabeza". Y eso es bueno. Por otra parte, también conduce al desaliento. No hay día que yo no tenga que decir a mi hija, desesperándome por ello, "Cálzate", "No andes descalza", "Adónde vas sin zapatillas" o "¡Qué te calces!". Solo es un ejemplo. Podría haber tomado otras frases inaudibles como "Lávate las manos", "Vete a la cama" o "Recoge todo esto". 

A veces creo que ser padre consiste simplemente en hablar todos los días sobre esos pies, y que nadie me oiga. Ni siquiera los pies mismos. El temor a que les ocurra algo mientras permanecen desnudos, a que se enfríen, a que se golpeen contra la pata de la cama o la mesa, a que les caiga algo pesado o afilado encima, es un desasosiego que no se aparta de mi pensamiento. La cabeza es más importante que los pies, pero apenas encuentro ocasión de decir "cuidado con la cabeza" en comparación con las veces que me sale decir "pero qué haces descalza". Y siempre en vano.

Cuando a mi hija le resulta imposible no escuchar, y preferiría no hacerlo, ya sabe que se gana tiempo diciendo "Ya voy". Decir "ya voy" –esto se aprende a los cinco años, aproximadamente– no es más que una forma elegante de no ir. Dejas la puerta abierta a hacerlo, pero a sabiendas de que no irás por nada del mundo. Haría falta una catástrofe. "Ya voy" es toda una idea sobre la vida y el diálogo que a menudo entablamos las personas con las paredes.

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