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Teoría del héroe

P UEDE QUE que las turbulencias de la crisis, y sobre todo las ganas de dejarla atrás, convenientemente manejadas desde el poder en período electoral, nos impidan ver dónde está lo esencial: qué es lo que queremos y qué debemos desear. En gran parte de la historia se forjaron modelos vitales para balizar la búsqueda de la felicidad y la justicia, modelos propiamente heroicos que encarnaban la virtud, por lo general una cualidad fuera de lo común construida en la lucha contra las adversidades. Hoy esos modelos mayormente no funcionan, y las perspectivas sociales restrictivas (que no parecen atenuarse) deberían hacernos pensar en lo que queremos y reajustar los ideales de felicidad (por ejemplo, desligarlos de la perniciosa idea de que un crecimiento ilimitado es posible).

¿En qué consiste una vida heroica, y en qué puede consistir hoy? Una vida heroica es lo contrario de una vida rutinaria, y frente al vacío de las horas la acción del héroe llena el tiempo, le da sentido y lo convierte en aventura, aunque esta sea insegura e imprevisible, expuesta a la intemperie como la vida lo está a la muerte. De los héroes admiramos el coraje muchas veces insensato. Pero los arquetipos vitales encarnados por la figura del héroe han cambiado mucho a través de la historia. Aunque la comparación entre mitos de distintas tradiciones culturales permitió al estudioso Joseph Campbell encontrar abundantes similitudes formales entre ellos en cuanto a las etapas de un itinerario vital, con sus ritos de separación, iniciación y retorno, el héroe moderno ya no dispone de la simplificación moral de los antiguos, esa armonía estructural que le permitía a alguien como Sócrates -el héroe por antonomasia de la filosofía- unir su destino al de la ciudad.

Ese altruismo ya no pertenece al repertorio moral del héroe moderno, el constructor de sí mismo en un mundo de valores más difusos y en sociedades menos estratificadas y autoritarias. Lo que cambia de Ulises, o Aquiles, al moderno Quijote es que el individuo es el nuevo modelo, un proceso que agudizará el individuo romántico, que cultiva su singularidad y su diferencia frente al hombre de la experiencia común. El buen salvaje de Rousseau, el líder revolucionario o el poeta maldito podrían ser algunas de sus figuras emblemáticas, figuras de la afirmación del individuo y de la potencia de su voluntad, aunque puedan ponerla al servicio de una identidad nacional o un movimiento de masas (el Che Guevara encarnaría en nuestro tiempo una figura de este tipo).

Pero el héroe propio de la modernidad ya no representa el talante vital de la cultura actual, en la que destaca más bien la figura del antihéroe. Ocurre aquí igual que con el agotamiento del género utópico desde las primeras décadas del siglo XX, que dió paso al género distópico, tan explotado por la ciencia ficción y el cine. También la literatura contemporánea es en buena parte una literatura de antihéroes, figuras que confrontan al ser humano con una vida hostil, o banal, que ya no es el marco para una progresión o realización vital sino más bien para el infortunio y el fracaso. Nada más ilustrativo que pensar en la moderna odisea de Leopold Bloom escrita por James Joyce en su ‘Ulises’, un relato muy alejado de toda moral heroica, cuya genialidad estilística no excluye lo patético de su peripecia. El Ulises moderno es por fin un hombre común, demasiado común, desnudo por dentro con sus pensamientos y deseos expuestos a los vaivenes del azar, su miseria cotidiana abierta en canal.

El héroe de hoy es también el "hombre sin atributos" (Musil), uno cualquiera, nadie. En su extremo patológico y sarcástico es el Zelig de Woody Allen, héroe de la adaptación que se mimetiza con todo y adopta la identidad y la apariencia de su interlocutor, convirtiéndose en judío entre judíos, católico entre católicos, nazi entre nazis. Se trata, hoy, de héroes desviados, inactivos, como el Bartleby de Henry Melville, que "preferiría no hacerlo", como Giovanni Drogo en "el desierto de los tártaros" (Dino Buzatti), o el estoico príncipe de Salina (el Gatopardo de Lampedusa); no héroes del mérito atesorado y el compromiso sino de la espera y la abulia, y de los azares inmerecidos.

Los héroes deben construirse hoy en el vacío de las vidas, sin redes de identidad; el héroe es así el inventor de sí mismo, el creador de la propia vida (de un modo difusamente nietzscheano). Los superhéroes del cómic y el cine expresan esa ambición, aunque sea a mayor gloria del entretenimiento de masas y la simplificación moral; pero también en la vida real encontramos esa tendencia, requerida por el discurso dominante -debes actualizarte, reciclarte, emprender-, una necesidad de reinventarse que llevada al extremo se convierte en la patología de la simulación y la impostura, como el Enric Marco desmenuzado en la última novela de Javier Cercas (que se reinventa como combatiente en la guerra civil, como líder sindical, como superviviente de los campos nazis), o como también pueden canalizar las identidades ficticias que proliferan en las redes sociales.

El desierto social que infecta nuestro modo de vida no deja grandes escapatorias. Los reclutados para la causa del integrismo islámico buscan un modo de vida salvador tan atroz como los sectarios de Aum que atentaron con gas sarín en el metro de Tokio en 1986, entrevistados por Haruki Murakami para escribir ‘Underground’, adeptos para los que la vida corriente era tristemente insuficiente. El mundo como algo disponible para exploradores y revolucionarios ha quedado atrás, y pasamos a una conciencia asediada que aprueba en secreto la misma barbarie que sufre.

Quedan muy lejos los tiempos de los héroes. Cuando todo estaba lleno de dioses el héroe encarnaba la ambigüedad de la condición humana, su naturaleza desbordada y limítrofe, "más que hombre y menos que dios", según las genealogías popularizadas por Homero y Hesíodo. Hoy ya solo cabe un héroe destronado y anómico que es en definitiva el ciudadano normal, no investido de un destino sino obligado por las circunstancias a comportarse como un héroe: la mujer que saca adelante a su familia con un ímprobo trabajo extra, el hombre que debe buscar su techo cada noche, los refugiados que atraviesan países en busca de asilo, el adolescente que contra viento y marea afronta un cambio de sexo, y tantos otros, hombres y mujeres de vida excepcional, y con ellos los que solo aspiran a gestionar su vida lo mejor posible y a hacer lo mejor que pueden su trabajo; en fin, la vida heroica del hombre normal.

Juan Carlos Fernández Naveiro, del Grupo Doxa de filosofía

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