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¿Por qué crecen las desigualdades sociales?

EN LOS últimos siete años, España ha sido el país de la OCDE -el club de los países supuestamente desarrollados- en el que más se ha acentuado la brecha entre ricos y pobres, al tiempo que se ha ido desmantelando la clase media. Aunque la igualdad es un valor que regula nuestro sistema de derechos y deberes, en la práctica vemos cómo una y otra vez se toman decisiones políticas en nombre de la recuperación económica que socavan este principio fundamental. El problema es que la economía tiene secuestrada a la política: el FMI, el Banco Mundial y la OCDE marcan las pautas, los gobiernos obedecen, y los ciudadanos de a pie sufrimos sus consecuencias.

Después de la II Guerra Mundial, las desigualdades se atenuaron con la implantación del Estado de Bienestar y un cierto control de la economía por parte de los gobiernos, pero tras la caída del muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas, intentaron vendernos la moto de que los modelos liberales y capitalistas habían triunfado, que la historia había llegado a su fin (Fukuyama) y que el bienestar del que gozábamos había disuelto la lucha de clases dentro de nuestras sociedades. Nunca más lejos. Las desigualdades se han incrementado -tanto entre países como dentro de las sociedades- de forma exponencial en las últimas décadas, en especial desde los años 70 y 80 y la progresiva desregulación de los mercados financieros, conocida como «la revolución de los ricos contra los pobres». Esta desregulación supone, simplificando al extremo, que se pagan muchos más impuestos por trabajar que por invertir una cierta cantidad de dinero, y que no se ponen límites a la acumulación de capital. Tomas Piketty, en su magnífica obra ‘El capital del siglo XXI’, reconstruye -hasta donde las fuentes lo permiten, y la cantidad de documentación que maneja es ingente- la evolución de la distribución de la riqueza y los ingresos, y constata que «cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante a la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso -lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma durante el siglo XXI-, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas» (Piketty; 2015; p. 15). Entre las fuerzas que reducen las desigualdades se encuentran las políticas sociales, el gasto en educación, sanidad y pensiones, así como los impuestos progresivos, aunque Piketty señala la difusión del saber como la más influyente. Entre las fuerzas divergentes, la más importante es la acumulación infinita del capital, algo intrínseco al sistema y que ya Marx denunció en su momento. Si esta tendencia no se regula desde el Estado, la fuerza del capital, que no se preocupa por las personas ni por sus derechos, acaba imponiendo su lógica al resto de la sociedad. Por otra parte, no hace falta que acontezca una crisis para que se produzcan desigualdades, aunque es cierto que ésta profundiza las brechas, y más aún cuando se utiliza como excusa para implementar las políticas más favorables a las grandes corporaciones y bancos.

Warren Buffet -un tipo sin tapujos-, que en una entrevista en el New York Times en 2006, declaró: «Efectivamente hay una lucha de clases, y los míos van ganando por goleada».

Al respecto de si el conflicto social sigue vigente, es ilustrativa la opinión del megamillonario norteamericano Warren Buffet -un tipo sin tapujos-, que en una entrevista en el New York Times en 2006, declaró: «Efectivamente hay una lucha de clases, y los míos van ganando por goleada». En 2011, ya en plena crisis financiera, publicó un artículo en este mismo periódico, titulado ‘Stop coddling the super-rich’ (‘Dejad de mimar a los superricos’), en el que reconocía pagar proporcionalmente menos impuestos que los empleados de su compañía -él, un 17,4% de sus ingresos gravables, entre un 33% y un 41%, sus trabajadores-, y le pedía a su gobierno que dejara de beneficiar a los millonarios y en cambio les subiera los impuestos. También Moby, el músico y nieto de Herman Melville, lideró en ese año un lobby para presionar a los políticos con este mismo fin. ¿Se imaginan al señor Joan Rosell o al señor Blesa pidiéndole a Mariano Rajoy que les subiera los impuestos?

Otro millonario autocrítico es Nick Hanauer, quien considera que si las desigualdades siguen creciendo al ritmo actual, las clases medias desaparecerán, las empresas no tendrán clientes, y los ciudadanos excluidos se rebelarán de forma inevitable. Combina dos grupos de argumentos: el primero -y que sería suficiente-, apela al valor de la justicia social; el segundo responde, según él, a un fuerte instinto de conservación y a cuestiones de viabilidad del sistema. En un artículo en Politica Magazine (junio, 2014), afirmaba: «Los más pudientes hemos sido falsamente persuadidos durante nuestra educación y la reafirmación de la sociedad de que somos los principales creadores de empleo. Esto simplemente no es verdad. Nunca habrá suficientes super-ricos en EE.UU. para impulsar una gran economía. Yo gano mil veces más que el americano medio al año, pero no compro mil veces más cosas». Según su opinión, es por lo tanto la clase media la verdadera creadora de riqueza en cuanto que ella es la que sostiene el consumo masivo.

En definitiva, ¿por qué pagamos más impuestos por trabajar que por especular con una cantidad de dinero?

En definitiva, ¿por qué pagamos más impuestos por trabajar que por especular con una cantidad de dinero? ¿Por qué son tan bajas las tasas sobre el rendimiento del capital? ¿Por qué se agravan las desigualdades? Por mucho que se empeñen en convencernos con pseudoargumentos economicistas, detrás de todo esto no hay más que decisiones políticas que benefician a unos determinados intereses.

No sé muy bien qué podemos esperar de los grandes empresarios y banqueros de este país, aquí de momento prima más el ombliguismo que la filantropía, pero este año en el que contamos con tantas citas electorales, tenemos una buena oportunidad para apoyar a aquellos partidos que sitúen a esta problemática en el centro de su agenda, quien no lo haga, no merece ser considerado un partido democrático.

Carlo R. Sabariz

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