Opinión

Destino a ningún sitio

Cuando uno no sabe a dónde va, cualquier destino es posible, incluso uno en el que no haya billete de vuelta

EN ESTE momento, si nada se ha torcido, yo debería estar en Liverpool. No tengo ni idea de por qué. Ni yo, ni las otras seis personas del grupo. Sí sabemos qué estamos haciendo, pasar unos días de ocio en buena compañía, nada que no pudiéramos hacer en cualquier otro sitio y nada diferente de lo que hacemos en Lugo. Pero lo que no sabemos es por qué Liverpool, nadie quiere hacerse responsable de la elección de una ciudad con atractivos tan limitados. 

Creemos que ha sido cosa de Ángel, que lleva varios años practicando la frase I'm a huge man e imaginando situaciones para dotarla del desternillante sentido que él supone que tiene, ya veremos qué opinan en Liverpool. Probablemente algo habrá tenido que ver también el apoyo logístico de Cris, en quien confiábamos hasta ahora como la única del grupo con dos dedos de frente pero que se ha revelado como una Forcadell cualquiera, que lo mismo te organiza una sesión parlamentaria con DUI que un viaje a ninguna parte. El resto, haciendo alarde de nuestra falta de criterio y nuestra querencia a que nos lo den todo hecho, nos hemos ido dejando llevar por las circunstancias y las promesas.

Pasajeros en la Terminal de Lavacolla
Sea como sea, el caso es que entre los ataques de líder mesiánico de uno, los cantos de sirena de la otra y la pereza general, hemos llegado a Liverpool como podíamos haber declarado la independencia de Recatelo, haber montado una expedición para prenderle fuego al Reichstag o estar en un convoy con dos mudas limpias y un bote de líquido de lentillas camino de Mosul. Supongo que más o menos así les pasó a Puigdemont y sus consellers, que empezaron con la idea de pasar un rato y echarse unas risas y acabaron en dos coches camino de Marsella para coger un avión a Bruselas.

De toda su historieta rocambolesca, esto es lo que menos entiendo, cuatro horitas de viaje en coche a Marsella para coger un avión que podían haber cogido en Barcelona. Pienso en ellos mientras hacemos exactamente lo mismo: siete lucenses en coches camino de Portugal para poder coger un avión a Gran Bretaña que deberíamos haber podido coger en Santiago. Y eso sí que tiene menos explicación todavía que lo de acabar en Liverpool, y ninguna gracia.

El aeropuerto de Oporto se ha convertido en el de referencia para una Galicia que se empeña en presumir de tres. Tiene una oferta de vuelos notable, buenas comunicaciones con su entorno, servicios para los viajeros de sobra y una visión comercializadora y de futuro de la que carecemos por aquí. O, lo que es peor, de la que no carecemos pero que somos incapaces de aplicar, en una constante huida hacia delante camino del más absoluto de los absurdos, como un process alocado y sin marcha atrás con el que estamos dispuestos a hipotecar buena parte de nuestro futuro. Porque es evidente, no hay más que preguntarle a cualquiera por esta esquina, que todo el mundo está de acuerdo en que el empeño por mantener los tres aeropuertos en Galicia de manera independiente es un sinsentido de alcance histórico.

Sin embargo, ahí seguimos, en las mismas y sin atisbo de cambio. Ya hace lustros que dábamos por hecho que más temprano que tarde el sentido común se impondría y Santiago sería la gran apuesta gallega, con las pistas de Vigo y A Coruña como complementarias y unos buenos enlaces por carretera o tren con el resto de ciudades de la comunidad. Es que solo el hecho de tener que volver a escribir a estas alturas semejante obviedad da hasta apuro.

Pero ahí seguimos, víctimas de unos políticos cortoplacistas e irresponsables que sistemáticamente han preferido alargar la agonía en lugar de afrontar el asunto como el proyecto de país que es, con todos los gallegos como rehenes de los complejos de superioridad o inferioridad, según se mire, de unos caciques pailanes que se han creído que sus aldeas venidas a más son grandes áreas metropolitanas autosuficientes.

Algunos teníamos la esperanza de que la llegada de la alta velocidad a Galicia pudiera ser por fin la oportunidad esperada para afrontar este asunto. Quizás que alguien valorase ideas como hacer llegar esos trenes al aeropuerto de Santiago, con lanzaderas al resto de ciudades que permitieran a cualquier gallego ponerse no ya en la capital, sino en el mundo en una hora. Esa o cualquier otra opción igual de práctica, que seguro que las habrá, para centralizar allí toda la oferta de vuelos y todas las inversiones que ahora se están enterrando en las pistas viguesas y coruñesas, millones en subvenciones para que cuatro aprovechados del low cost se chuleen un pastón a cambio de un espejismo de enlaces internacionales que no aguantan en cartel ni tres meses.

Pero siendo triste que un puñado de caciques locales acomplejados no vean más allá de los marcos de sus leiras, lo es más que hasta ahora ningún gobierno gallego haya asumido su responsabilidad, y eso que hemos vivido la democracia de mayoría absoluta en mayoría absoluta. El actual, sin ir más lejos, anda ya camino de los doce años sin haberse molestado en dar ni un paso ni una explicación sobre su apuesta por un futuro low cost para Galicia.

No parece que nada vaya a cambiar en un horizonte próximo, así que mejor ir asumiendo como propias cualquier mejora en las comunicaciones, las infraestructuras o los servicios que nos acerquen a Oporto. Viajaremos cada vez hasta allí en busca de una salida para un proceso absurdo en el que nos metimos solo por ir dejándonos llevar. Así visto, Liverpool no es ni con mucho el peor de los destinos: hay amigos, cerveza y billetes de vuelta.

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