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Visitando a Oswald

A VECES, cuando veo una de esas series de detectives en las que los investigadores repasan una y otra vez lo que hizo la víctima para tratar de esclarecer el papel de sus sospechosos en la noche de los hechos, no puedo evitar pensar en teorías existenciales condenatorias del tipo del Eterno Retorno.

Despiadados asesinatos quedan reducidos a recorridos marcados con rotulador sobre un mapa, recortes de fotos nada artísticas e hilos tensados entre chinchetas. No hace falta mucho más para armar una sinopsis del más truculento de los crímenes para que los detectives lo repasen a diario. La misma noche es revivida esquemáticamente una y otra vez con la esperanza de descubrir algún nuevo detalle que ayude a demostrar qué sucedió.

La repetición es a menudo considerada como un antónimo de avance, un embotellamiento y, en menesteres creativos, hasta una prisión de la que fugarse. El ondulante sigilo de la tarántula sobre el escritorio, más cercana aún que el tintero, pasa inadvertida para nuestro criterio, hasta que, como una presencia familiar, dejamos que nos tome la mano entre sus patas peludas y provoque el sobresalto que nos haga huir despavoridos.

No obstante, la repetición es, en cierto modo, más que necesaria, tal vez imprescindible. La naturaleza tiene ciclos, estaciones, conductas y hasta épocas de apareamiento que se repiten irremediablemente en pro de la armonía sin que el mundo se detenga. Así que en la reiteración debe de haber algo intrínseco al arte, que de partida no es otra cosa que una interpretación de la naturaleza, lo que convierte a cada acto artístico en una copia o un eco.

Cada instante o experiencia pasada puede ser retenida principalmente en recuerdos, pero solo es arena en el puño. Poco a poco se pierde, sin darnos cuenta de que a cada paso que nos distanciamos se nos escapa un poco más y cada vez que comprobamos cuánto nos queda de aquello ni percibimos lo que se nos ha derramado desde el anterior vistazo echamos para ver lo que nos quedaba, conformándonos pese a ello. Así es el olvido.

Nos consolamos con la memoria colectiva, la de las convenciones, la que pacta determinadas máximas que nos debemos recordar unos a otros para no olvidarnos de qué fue lo que nos apasionó.

Mientras tanto, kamasutras del consumo del tipo 1.001 canciones, discos, películas, libros, campos de golf, vinos, y qué sé más artículos que deberíamos disfrutar con devoción antes de morir se acumulan, navidad tras navidad, en las estanterías menos pensadas junto a otras pilas de libros todavía pendientes de lectura, algunos citados en los primeros y otros no.

No sirve de nada gastarse la vista haciéndola rodar por eminentes líneas con la pesadez con la que se empuja un tonel

Un ejército de títulos conformados por clásicos, reveladoras biografías, algún que otro poemario y demás obras emergentes asedian el poco tiempo libre que nos queda, acechándonos sobre el sofá, como si hubiese que cumplir con todos ellos, como si en esta vida no fuese suficiente con tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro, también hay que leer toda la mierda de los demás.

No, pues claro que no. No se lee para eso, ni se escribe. La lectura no es una trama de investigación, ni una misión de rastreo en busca de alguna forma de intelecto o un coleccionismo de logros. No sirve de nada gastarse la vista haciéndola rodar por eminentes líneas con la pesadez con la que se empuja un tonel, por Dios, no.

Nuestra inquietud y las recomendaciones de algún buen colega lector nos llevarán a aquello que tengamos que leer, pero entre tanto no hay nada de malo, o mejor dicho, deberíamos volver de vez en cuando a los textos por los que tenemos un apego especial y más aún si escribimos. Es por eso por lo que al menos un vez al año me dejo caer por el wodehousariano castillo de Bladings o le hago un visita al tío Oswald. Rememorar el arcón de madera oscura y rojiza en el que llegó su única herencia, veintiocho volúmenes estampados en oro que recogen sus diarios, en su mayoría impublicables; o resarcirme en detalles descritos al detalle, como la longitud exacta en centímetros de un pelo hallado sobre un huevo escalfado; acompañarlo mientras canta Aída cruzando el desierto egipcio en su coche o dejarse maravillar por sus colecciones de arácnidos, bastones y conquistas amorosas –una combinación de géneros tan retorcida y fascinante como cabe esperar de cualquier obra de Roald Dahl, tanto de las infantiles como del resto.

Todo arte es un interminable laberinto revestido de espejos en el que configurar un criterio propio y hasta puede que añadir algún reflejo, ¿por qué no volver a las obras que nos llevaron a él?

Lejos de rutas marcadas sobre un mapa, Julio Verne describía el rayo verde, en la correspondiente y homónima obra, como un fenómeno meteorológico extraordinario y efímero, de apenas unas décimas de segundo de duración que se presenta en las puestas de sol de horizontes lejanos, con la cualidad de otorgar a quien lo contemple el poder de reconocer el amor verdadero. No obstante, indistintamente de que sus protagonistas alcancen a divisar este exclusivo haz de luz entre el desbordante amanecer o no, al final del libro, tras un recorrido de desavenencias a través extraordinarios paisajes escoceses que van desde la bahía de Oban hasta las Hébridas, descubren que lo que habían ido a buscar no estaba en lo que perseguían, sino en el viaje.

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