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Tras la nobleza de los delfines

HAY LUGARES, o mejor dicho, estampas, paisajes, que reconocemos al instante sin haberlos visto más que en foto. Visiones de lugares más o menos remotos, más o menos inaccesibles e incluso más o menos inexistentes. Algunos se pueden recorrer con ayuda del Street View de Google, otros consumiendo literatura de género, pero en general, es bastante seguro que nunca lleguemos a pasearnos literalmente por ninguno de ellos.

Hay barreras que por alguna caprichosa razón tenemos el anhelo de sobrepasar, aunque ello no suponga ningún logro en sí, ni avance o prosperidad para nadie. A eso que nos mueve se le podría llamar ilusión.

Uno puede anhelar ver el mar antes de morir, o poner un pie en la Luna, o pasar por cualquier lugar intermedio entre una cosa y la otra. Pero no todos los caprichos existencialistas se culminan pisando tal suelo o contemplando tal paisaje. Los hay que responden a recorridos no geográficos. Mi abuelo, por ejemplo, siempre tuvo la ilusión de vivir lo suficiente como para echar aunque fuera un vistazo, por muy efímero que fuese, al siglo XXI, aunque lamentablemente su experiencia vital se le quedó una década corta. También los hay que se marcan edades, los que firmarían con llegar a los ochenta, a los que le haría ilusión llegar a centenario, los que no quieren ni oír hablar de los treinta, etcétera...

Los horizontes a desvelar no se obedecen a ninguna dimensión en concreto. Salir en la tele o llegar a tener una mínima charla con alguien a quien se tiene gran estima puede ver cumplido este anhelo. El catárquico regocijo podría hasta hallarse tras el click de un ratón a kilómetros de distancia, quién sabe. La exposición a ciertos fenómenos, a menudo vacuos para el resto, puede suponer la última pieza para la plenitud vital.

Tenemos una tendencia a dejarnos seducir por la idea de una revelación a la que damos forma a lo largo de los años. Personalmente, considero que el mejor regalo que nos puede hacer la vida consiste en determinadas frases pronunciadas en su preciso contexto.

Al igual que las luciérnagas, lo onírico muere en cuanto se deja agarrar

Por supuesto, en las estanterías de cualquier hogar podemos encontrar libros con citas, versos y construcciones exquisitas. Pero encontrar buenas frases entre páginas es demasiado fácil. Son solo fieras cautivas en un propicio entorno artificial, especímenes plácidos en zoológicos de ingenio y talento, pero tan fáciles de localizar como las estrellas del firmamento, desprovistas del excepcional encanto de lo fugaz. Y es que, al igual que las luciérnagas, lo onírico muere en cuanto se deja agarrar.

Las frases capaces de suscitar la satisfacción intrínseca son las que se encuentran en las conversaciones de cada día, inevitablemente pobres. Más o menos interesantes, pero mucho peores que cualquier versión guionizada. Son repetitivas, con expresiones hiperrecurridas, las palabras empleadas no siempre se pronuncian como deberían, los temas de conversación tienden a lo insustancial. Tremendamente vagas.

Deberíamos ser más exigentes. Nuestro nivel dialéctico es tan pobre que cuando nos esforzamos en decir algo bueno lo hacemos por puro narcisismo, olvidando la belleza y descuidando la originalidad, como si los autores de nuestra frase hermosa fuesemos a ser nosotros mismos y no quien nos la diga.

La sequía perdura mientras la vida avanza a trompicones y las televisiones permanecen encendidas, con sus melódicas voces de doblaje en las películas de aventuras y anuncios publicitarios. Trepidantes sentencias manan en vano, recordándonos lo tosco de nuestras maneras cada vez que abrimos la boca hasta para la más insignificante observación.

John Banville decía el otro día en una entrevista a El País que para W.H. Auden el poema era el único "trabajo del arte que necesitas o no. Puedes ver un cuadro y te gusta y ya está”, contaba. Así también hay frases que necesitamos como cualquier otra imagen, no menos que ver el mar.

Con un poco de suerte nos podremos ir de este mundo recordando un puñado de frases mojigatas más o menos comunes a la mayoría, nada rebuscado. Unos cuantos “sí”, unos pocos “te quiero”, algún halago, un “nos gustaría contar contigo para este proyecto”, un primer “vas a ser padre” y si se tiene la suerte de encontrar satisfacciones morbosas, puede que alguna más única y concreta mientras años de televisión y películas de aventuras han ido dejando pasar frases que no eran para nadie y que nadie nos dirá jamás.

Daría lo que fuera por que alguien llegue a saludarme con espontáneo “pensé que estabas muerto”.  Consideraría un privilegio insustituible que alguien me achaque un no tienes agallas. Dijera quien lo dijese, fuera cual fuese el hipotético contexto, juro que haría todo lo que estuviese en mi mano por pegale un tiro en la pierna en señal de mi sincero agradecimiento.

Fantaseo con que algún día alguien deje caer una observación tan pedante e impredicible como una que escuché al personaje de Robin en una película del Batman de Adam West: “Qué nobleza, casi humana, la de los delfines”. Fantaseo con que alguien la deje caer algún día, viniendo muy a cuento, y sin que nadie la eche a perder recordando que es de una película cutre de Batman de los 60. Simplemente me gustaría que pasase. Encontrarme en el momento y el lugar preciso para contemplar un fenómeno tan puro e irremplazable como una puesta de sol.

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