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Nos sobra carnaval

EN GALICIA tenemos algo que nos hace discriminar los acontecimientos de repercusión inmediata. Una circunstancia que lleva a que la tradición y el progreso caminen juntos, aunque raras veces de la mano. El feísmo se cuela en espacios que se abren y cierran, entre altos edificios de viviendas, dejando entrever los corrales, los huertos y la maleza de nuestras ciudades-aldea.

Somos una tierra de vegetación frondosa decidida a darle la espalda al paisajismo, un arte que para algunos no deja de ser más que una imposición. Hasta encontramos cierto valor en dejar que el transcurso de determinados eventos sea lo que marque las huellas de nuestro entorno. Tras la verbena nos gusta dejarnos sorprender por el vacío que dejan las figuras rectangulares de hierba seca y apelmazada sobre las que el día anterior se desplegaron la barra y la orquesta. Vestigios de la parranda que, día a día, irán diluyéndose hasta que el prado recupere su homogeneidad.

El otro día, un amigo nos invitó a unos cuantos a pasar el Entroido en Viana do Bolo. Todavía no hemos concretado nada, pero sí nos ha puesto bajo la premisa: “Venid disfrazados que si no os tiran harina”.

Para los que pertenecemos a una quinta que empieza a ser ya canosa puede que optar a la caracterización sea la única salida sensata para llevar a cabo proyectos de desmadre presuntamente etílico, propios de una época que hemos ido, más o menos, dejando de lado por exigencias del guión. Lo cruel que es la vida, qué bellas son las lenguas de vino cuando se deslizan por los cuellos de las botellas en tiempos de juventud y qué arisco se vuelve en la balsa de la vejez tabernaria. Menos mal que las comparsas justifican una merecida indiferencia en lo que concierne a edades.

Una buena careta abre puertas antes prohibidas para quien las ocupe. Sólo hay que saber sacarle jugo al nuevo ego y ejercer la seducción taimada, aquella que nace de la intimidante irrupción de la nueva faz y transcurre entre chillones cortes de tela; la burlesca en los apaciguadores coqueteos y algún falaz cumplido que se deje entrever.

En cierto modo, todos jugamos a ese juego. Y deberíamos estar expuestos a que nos arrojen harina cualquier día del año al ser cazados en algún renuncio equiparable a la impostura de pasearse por unos carnavales sin el atuendo correspondiente. En política pasa.

Es evidente que tanto la bonachona sonrisa de Sánchez, tan fiel a pesar del hiriente chorreo, como la monotónica oratoria de sentencias lapidarias de Iglesias no son parte de su yo natural, sino de esa mascarada con la que pretenden que se les abran las puertas en las que sus egos no son bienvenidos.

La ornamenta se hace tan pesada que resulta inevitable sufrir algún descuido de vez en cuando. Lapsus del tipo “es incompatible estar en política y ser honrado” o “una cosa es ser solidario y otra es serlo a cambio de nada”, son algunos ejemplos.

También hay comparsas capaces de infundir una gran impresión allá donde vayan. Resulta casi cuanto menos sospechoso encontrarse de sopetón una ristra de hombres con camisa clara y sin corbata. El otro día hasta un conselleiro se vio intimidado al encontrarse en un acto entre cargos de las mareas. Según me han dicho, corrió a desatarse el nudo antes de pasar al evento. Debió de ver en esta nueva política una cuadrilla de peliqueiros dispuestos a fustigarle y optó por pasar desapercibido.

Un compartimento se abre en su abdomen de jersey rojo y de él sale una pequeña criatura escuchimizada de rasgos rubalcabescos

Pero, ¿quién se esconde realmente detrás de los personajes políticos? Esos que, cuanto mayor son sus aspiraciones, más insisten en su “normalidad” y en las cosas que hacen “como cualquier persona normal”. Es como para desconfiar. A veces pienso en Pedro Sánchez y en lo que hará al llegar a casa. Me lo imagino tumbándose en una camilla de dentista, entrando en un estado de suspensión, con los ojos abiertos. Luego, un compartimento se abre en su abdomen de jersey rojo y de él sale una pequeña criatura escuchimizada de rasgos rubalcabescos, aliviada por estirar al fin las piernas y soltar los mandos del androide tras una larga jornada de sonrisas y diálogo.

Imagino también a Iglesias, que, tras mandar a Errejón a casa, se queda solo en la intimidad de su piso de Puente Vallecas. Por fin deja descansar su tercer párpado, el de la membrana nictitante, en un rápido pestañeo. Se quita la peluca, que descubre una calva completa y, adquiriendo espasmódicos andares vampíricos, descorre la pared de azulejos de la cocina, tras la que devorará algún animalillo vivo que allí esconda.

He de reconocer que este tipo de cosas no me pasan con Rajoy, para quien, tras comprobar el reparo que tiene para el directo de los debates y comparecencias de prensa y tras verlo bailar Raphael en una fiesta de fin de año, resulta imposible elaborar ficción terrorífica alguna. La realidad no deja espacio para eso.

En todo caso, cuando todo termine, los trajes de cigarróns, pantallas, peliqueiros y boteiros se guardarán para el próximo año, el resto de abalorios serán solo la efímera huella de la parranda de unos carnavales que este año han llegado antes de lo esperado. Dicen que todavía nos queda un mes de cambalache, de lanzarse harina y hormigas enrabietadas, con la esperanza de que alguna encuentre la fisura en el disfraz del adversario y alcancen a morderle la piel.

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