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Nombres y reputación

BAUTIZAR CUALQUIER cosa es la oportunidad de darle una pincelada propia a lo que nos vamos a referir antes de presentarlo al mundo. Es la oportunidad de dar a conocer determinado objeto, negocio o ser vivo bajo el título de un rasgo que se quiera destacar del mismo: forma, color, su descubridor, procedencia, aptitudes, modo de empleo o lo que sea.

Lo primero que necesitamos para otorgar un nombre es, obviamente, tener algo que nombrar. Después de eso sólo hay que escoger la conjugación silábica que le vaya bien al sujeto, pronunciarla delante de otra persona dejando ver explícitamente a lo que nos referimos, y voilà, bautizado. Luego procuramos que la nueva acepción se filtre en tres o cuatro grupos de hablantes y podremos dar el término por acuñado.

Funciona de un modo tan sencillo que prácticamente todo lo que tenemos a la vista tiene ya un nombre, aunque si nos ponemos quisquillosos seguro que encontramos alguna cosa que no lo tenga solo con echar un vistazo a nuestro alrededor. Si nos fijamos un poco hasta podremos descubrir alguna personalidad oculta entre la forma de las nubes, el tapizado de unos sillones o en la encimera de la cocina.

Nunca tuve muy claro su nombre, a pesar de que fui yo quien se lo puso

Me refiero a esos rostros que aparecen donde menos te lo esperas. Personalmente, siempre recordaré los veranos en los que compartí dormitorio con Phill, o Fynn, nunca tuve muy claro su nombre, a pesar de que fui yo quien se lo puso. Nunca llegué a llamarle ni a referirme a él, así que su nombre cambiaba de un día para otro, aunque sin escapar de su condición monosilábica y tenía otros patrones que eran fijos. Era un nombre que le daba intuitivamente, por lo que tenía sus patrones. Por ejemplo, el sonido "f" le otorgaba un arranque fricativo y facilón aunque más cálido que el de la "s", por ejemplo, lo cual implicaba cierta proximidad; la “i” le daba un brillo juvenil y la parte final del nombre dependería del estado de ánimo, supongo.

A Phill lo encontré de perfil, en la tabla de la puerta de un armario y nunca se movió de allí. El corte de la madera había dejado que los anillos del árbol y esos redondeles marrón oscuro –otra cosa sin nombre– daban la efigie de un joven de boca pequeña y amplia nariz triangular que mostraba un eterno aire sorprendido, nada que ver con esas faces ceñudas, mal encaradas, dotadas de una perturbadora mirada goyesca que suelen habitar en los tablones.

Fynn, o Phill, no era gran cosa. Nunca hablé con él ni proyecté sobre él ningún tipo de soliloquio. Nuestra relación se basaba en la mera contemplación a la hora de la siesta en los días que no eran de playa, cuando yo me echaba en la cama y enchufaba el walkman para escapar de la telenovela que mi abuela ponía cada día religiosamente y a todo trapo. Donde debería perderse la mirada, allí estaba Phill, o Fynn.

Algo parecido le pasaba a un amigo mío, que encontraba todo tipo de figuras en la comida que nos servían en el comedor del colegio, concretamente en los filetes de carne y pollo, aunque también trabajaba los rebozados. A mi amigo le bastaba con echarle un ojo al plato para saber si había proyecto o no. Si lo había, cogía el cuchillo y el tenedor y daba forma a sus creaciones, siempre efímeras. Él iba comiendo el material que sobraba y, en cuanto daba con la figura que buscaba, hacía una breve pausa para alardear de su obra y luego también se la comía.

Decía que quería ser cirujano y he de reconocer que la carne bien pasada y aplastada a rodillo era prácticamente un lienzo para él. Su especialidad eran los mapas y las armas, aunque a veces también cortaba retratos. Su obra más meritoria, e irreverente, fue un perfil de la Madre Teresa de Calcuta, fácilmente reconocible gracias al cuidado detalle de la cofia y la textura de la carne, lo suficientemente pasada como para que las venas del corte se ahondasen lo justo como para formar un relieve que recordaban al arrugado cutis de la beata. No creo que nadie hubiese reparado jamás en el parecido de aquel pedazo de carne con la célebre misionera pero, como tanto pasa con el arte moderno, el título que le dio su creador le dio un sentido irrebatible.

Dar nombre a una figura que identificamos en la pared, en las nubes, o en el pelaje de una mascota le da a ésta cierta identidad

Dar nombre a una figura que identificamos en la pared, en las nubes, o en el pelaje de una mascota le da a ésta cierta identidad; al hacer lo propio a una obra, generamos un contexto. Todo título o nombre añade algo a aquello a lo que se le asigna. Algo muy distinto es dar nombre a una persona, a un hijo o una hija. ¿Hay diferencia entre escoger un nombre u otro? ¿Los hay que harán al vástago más fuerte, más inteligente, mejor jugador de mus, mejor persona, más ambicioso? Hay nombres propios con propiedades? Según su origen, tal vez un nombre germano dé más carácter que uno latino, o judío. ¿Uno griego nos hace más sabios? ¿Afecta su significado etimológico o debemos centrarnos en la sonoridad de un nombre que resplandezca en el éxito, se pronuncie con firmeza en la tragedia, inspire confianza entre los allegados y cautive a los amantes?

Para bien o para mal, no hay ningún nombre que tenga por sí un atributo talismán, es más, es la persona quien plasma al nombre su carácter. Recuerdo la escena de Pulp Fiction, en la que el personaje de Bruce Willis, Butch, escapa de un combate de boxeo en el que, en lugar de dejarse ganar, ha matado a su contrincante. En la huida coge un taxi y, entre que intenta quitarse los guantes tiene una conversación con la conductora, quien se presenta como Esmeralda Villalobos, un nombre español, aunque es colombiana, dice, y que significa “Esmeralda de los lobos” (“Esmeralda of the Wolves” en V.O.). Luego ella le pregunta por su nombre y su significado, a lo que Butch contesta que él es americano y que sus nombres “no significan una mierda”. Una verdad extensible al resto del mundo. No somos perennes dibujos que hace la madera en una tabla. Los nombres propios, sin reputación, no significan una mierda.

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