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La sonrisa de Abdeslam

LA CRUELDAD y el miedo hacen de espacios cerrados lugares exquisitamente imaginativos. Las escenas evocadas son predecibles, aunque en detalles grotescos que se desenvuelven con gran agilidad en línea retorcida, dejando abierto un camino de luces rojas hacia el punto en el que ambas inventivas llegan a encontrarse.

Llevo planteándome escribir un artículo sobre los ataques yihadistas en París desde el fin de semana pasado. De hecho, he abandonado varios intentos respecto a este propósito, algo que nunca ha dejado de parecerme un acierto cada mañana cuando me levanto. Es curioso como las sensaciones y pareceres respecto al Estado Islámico, Francia, Siria o los bombardeos cambian a medida que el conflicto avanza y que los medios narran un sinfín de anécdotas, homenajes y perfiles personales de víctimas y verdugos. Un menú demasiado difícil de digerir como para acostarse con una idea de la que no arrepentirse al día siguiente.

Las conclusiones conspiranoicas se esconden debajo de cada hallazgo o nuevo dato. Los documentos de identidad sin dueño se tornan al instante en un nuevo muerto que ni siquiera estaba en París o en la prueba inequívoca de que las mareas de refugiados sirios entran en el corazón de Europa intoxicadas de yihadistas. La psicosis tiende a revelar los bandos.

La sonrisa de Salah Abdeslam tomó las televisiones por una mañana, abriéndose como un corte de navaja

Los términos “masacre” o “matarife” son escogidos en los medios con enajenado fervor editorial tras los primeros días de los ataques con el fin de mostrar al mundo la herida abierta, para que solo unos días después el espectro de la tragedia sobrevuele Hannover. Indicios de un posible atentado suspenden el amistoso entre Alemania y Holanda y vacían una sala de conciertos momentos antes de una actuación. La amenaza era un bulto sospechoso que acabó por tomar forma de algo tan concreto como una ambulancia cargada de explosivos, que, finalmente, resultó no existir. Saint-Denis y la sala Bataclan aún estaban demasiado cerca cuando la sonrisa de Salah Abdeslam tomó las televisiones por una mañana, pasando frente a la cámara de seguridad de Le Carillon, abriéndose como un corte de navaja del que no brota sangre, como si ya la diese por derramada.

El EI escogió el viernes 13 para darle una bofetada a Francia y a todo Occidente, reservando al presidente Hollande un asiento de preferencia para contemplar el espectáculo en el palco de Saint-Denis, la mejor localidad del campo. Así podría ver mejor que nadie las explosiones de una grada llena de aficionados. Una exhibición de fuerza y horror delante de sus narices mientras dos potencias europeas se distraían un viernes por la noche jugando al fútbol. Da que pensar si provocar la declaración de guerra por parte de Francia pudiese ser el verdadero objetivo. Un ataque exterior que justifique sus demandas para captar nuevos adeptos a un “califato” que imparte justicia a través de ejecuciones, torturas y amputaciones; que entrena a niños para que aprendan a matar y practica el asesinato masivo e indiscriminado allá adonde llegue, porque es enemigo de toda civilización, hasta de las ya desaparecidas.

Los atentados de Kenia, Ankara, o cualquier ataque con decenas de muertos en Siria o Afganistán poco interesan en Occidente, hasta hace unos días eran noticias de segundo plano, y tal vez lo sigan siendo. Europa despertó ante la crisis de los refugiados con la foto del cuerpo de Aylan Kurdi varado en una playa de Lesbos. Un niño muerto vestido con su ropa y sus zapatos, como cualquier otro. Hoy, tras París, la idea de dejar de acoger refugiados coge fuerza en Europa y casi la mitad de los estados de Estados Unidos se niegan a hacerlo. La crueldad y el miedo son dos bucles que se tocan en un punto en común. Allí donde las fronteras se cierren para los infieles, la sonrisa de Abdeslam vuelve a expandirse.

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