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La espera

LA ESPERA no entiende de segmentos ni acotaciones. Tampoco es un germen que se deslice en el transcurso de nuestras vidas, sino una losa que las cubre durante un periodo indefinido, hasta que la llegada de algo tan nimio como un chasquido o tan irrevocable como el óbito nos permita descansar de ella.

Medir en minutos, horas o días eso que ronda nuestras cabezas es tan inútil como contar farolas en la carretera esperando que al alcanzar cierta cifra lleguemos nuestro destino. Lo que lleva un viaje a mal o buen puerto no son los kilómetros, sino los caminos y las señas marcadas en el mapa. No se trata de lo que pasa entre A y B, sino de ver pasar por delante de los ojos a C, D, y así sucesivamente, hasta que alguien te interrumpe y te dice “¡eh!”.

Uno se puede preparar para dejar pasar el tiempo, levantarse cada mañana con expectativas de que suene el teléfono o consolarse con que pronto llegará el verano o preguntarse aterrorizado qué será lo siguiente desde el maletero de un Peugeot, mientras entre bache y bache una caja de herramientas se te clava en el costado. Pero nada de eso tiene que ver con la espera, tan solo son cavilaciones, cálculos especulación, parte de una cuenta atrás.

La espera amordaza parcialmente cada momento de nuestras vidas. Está en permanecer bajo el arco de los soportales entre el vencido gorgoteo de los canalones después de que ya haya escampado. Está en dejar que la mirada se pierda para acabar encontrándose en la rutina de los demás transeúntes... En los puntuales paseos caninos, las ropas de trabajo en horas de trabajo y el mismo tipo trajeado que entra como un clavo en la oficina. También está en el campo helado bajo la bruma.

La espera en las salas de espera la encuentran los acompañantes que se levantan a mirar por la ventana tan pegados al cristal que cuando bajan la vista para comprobar su propio vaho descubren una congregación de huellas dejadas por alientos de personas más bajas o más altas que ellos, o exactamente iguales, que también esperaron en ese mismo punto frente a la misma superficie transparente.

El brillo de los ojos queda oculto tras un doble fondo en la retina y las películas se extienden hasta el fin de los títulos de crédito

Los sentidos se someten a un barbecho inconsciente. El brillo de los ojos queda oculto tras un doble fondo en la retina y las películas se extienden hasta el fin de los títulos de crédito. Los personajes protagonistas no suscitan mayor interés que cada nombre y apellido escrito en letra pequeña que pueda caer sobre el fondo negro de la pantalla, un largo listado de formas de decir “fulanito de tal” en el que buscarse sin contar con ser hallado.

La espera no son cigarrillos consumiéndose. Liar un pitillo con los restos de las colillas del cenicero ni nos quita ni nos devuelve nada, aunque la espera habite tapicerías con olor a tabaco.

A veces caemos en la espera casi sin enterarnos y nos quedamos alelados en medio de una reunión, una especie de instinto de (auto)anulación, la distracción como fórmula de escape, esclerosis en el ánimo, un 'aire' le llaman. ¡Eh! Todos los pasmados conviven con el letargo de la espera, pero pocos se dan cuenta.

Esperar también es abrir el maletero y quedarse mirando al tipo que hay dentro con la misma mirada que albergan los soportales cada mañana, cuando entra en la oficina. Solo dura hasta que nuestro socio nos espabila con un golpecito en el hombro acompañado de un “¡eh!”. Entonces nos ponemos manos a la obra y lo trasladamos al alpendre.

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