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Circunloquio prevacacional

A SOLO unos días de que comiencen las vacaciones de Semana Santa, dejen que les comente algo. Lo que les voy a decir es un asunto de suma importancia, así que no dejen de prestar atención.

Mi abuelo solía recordar una serie de puntos cada vez que alguno de sus descendientes iba a alejarse durante una temporada del hogar. Era un cántabro que hacía uso de refranes, mi abuelo. Aunque a su repertorio de dichos le faltaba uno que realmente pudiese aplicar a lo que quiero comunicarles.

¿Se les ha ocurrido alguna vez trazar sobre un mapa los trayectos que han hecho en sus vacaciones o en su tiempo libre? Si su existencia vital la han pasado asentados en el mismo lugar supongo que como resultado de este ejercicio obtendrían una especie de asterisco de radios irregulares y de endeble rectitud que siguen el recorrido de alguna vía y que, en ocasiones, se convierten súbitamente en parábolas en cuanto tocan el aeropuerto de turno, para volver a quebrarse hasta llegar allá donde nos hayamos hospedado. Claro que si las circunstancias de la vida nos han llevado a vivir en uno u otro lugar, la geografía de nuestros viajes de ocio sería más dispersa, con diversas figuras repartidas por el mapamundi.

Si lo piensan bien, con la pericia suficiente uno puede pelar una manzana sin levantar el cuchillo de debajo de la piel, con lo que nos quedaría una manzana pelada y otra cosa que tiene la forma y aspecto de una manzana completa, aunque sea todo lo contrario. Hay que tenerlo claro, lo visto visto está y cada cual escoge adónde mirar, pero el mundo seguirá siendo mundo.

Un mundo minúsculo en un universo infinito, o no tan infinito. Tal vez solo nos parezca eso por lo significativamente pequeño –en un sentido insignificante– que es nuestro hormiguero respecto al cosmos. ¿Quién nos dice que no haya otras madrigueras por ahí fuera?

Los tres puntos de la lista que mi abuelo repasaba a sus congéneres antes de partir resumirían las principales diferencias entre la organizada y rentable naturaleza de los insectos y la nuestra

Pero volviendo a lo que estaba hablando antes, las hormigas. ¿Nunca se han parado a contemplar esas hileras de criaturas yendo y viniendo, en su primordial misión de traerse un souvenir de vuelta a la colonia? ¿Esa conducta no les recuerda a alguien? Claro que sí. Somos prácticamente iguales. De hecho, creo que los tres puntos de la lista que mi abuelo repasaba a sus congéneres antes de partir resumirían las principales diferencias entre la organizada y rentable naturaleza de los insectos y la nuestra. El primer y tercer elemento de esa lista son “dinero” y “documentación”. Algo de capital y una identidad para cada miembro del hormiguero diversificaría esa mente colmena y cada hormiga comenzaría a mirar por sus propios intereses. Lo que antaño fueron prósperas galerías pasarían a ser decadentes suburbios, las portentosas hormigas soldado se convertirían en rechonchos y arrogantes bichos. No, ni el hormiguero más cosmopolita estaría preparado para eso.

El otro punto que mi abuelo comprobaba antes de que alguien saliese por la puerta para emprender un viaje relativamente largo era “billetes”, de pasaje, se entiende. Un nuevo absurdo para la colonia. Se lo advierto, si están pensando en una especie de autobús en miniatura para unos bichos que cargan cincuenta veces su peso, abandonen la idea. La hormiga es el autobús. Está usted leyendo un texto satírico, no sea ingenuo.

Comentaba al principio del artículo que tenía algo importante que decirles y es cierto. Pero antes me gustaría que repararan en lo afortunados que somos los humanos en no tener que asumir uno de los más temibles peligros que pueda entrar en su mundo, la muerte rosa.

Imagine una alargada y viscosa lengua de oso hormiguero que irrumpa en sus vacaciones y, ya puestos, en las de medio mundo. Emergiendo de los cielos, de un vórtice transdimensional, en los lugares de mayor afluencia en la Semana Santa, presentándose en las playas de los resorts caribeños, cazando al chasquido a orondos turistas pseudo-alcoholizados; haciendo desaparecer niños de las piscinas limpiamente, sin apenas levantar salpicadura en el ejercicio de inmersión. Vea esa selectiva lengua entrando por la ventana del hotel, recorriendo los pasillos hasta dar con la pareja que hacer desaparecer entre las sábanas, véala enroscándose entre los arcos del Circo Romano o entre las vigas de la torre Eiffel, retirando a los turistas de entre los hierros, llevándose a un par de curiosos que se hayan acercado a las procesiones de Sevilla, Ferrol o Viveiro; o figúresela inspeccionando los recovecos de la As Catedrais a alguno de los 4.812 visitantes que han conseguido vez para visitar ese día el arenal.

Pero no se agobien, ninguna lengua vendrá a buscarnos para llevarnos de este mundo en un abrir y cerrar de ojos. Las vacaciones son para darse una vuelta y divagar sobre asuntos sin importancia como los que acabo de escribir ahora mismo, y dar algún que otro rodeo a las viejas anécdotas. En realidad el destino final es siempre volver a casa.

Así que hagámonos dos favores –ahora viene aquella cosa importante del principio–: cuando salga de casa a lanzarse a esa alargada lengua de asfalto que es la carretera, planee una ruta que no le haga comprar muchas papeletas para hacerle desaparecer a usted o a algún tercero. El otro favor que deberíamos hacernos es tomarnos una incómoda pausa en eso del ocio para pensar en aquellos que sin billete, dinero ni documentación válida han emprendido un viaje y que, sin embargo, tampoco son hormigas.

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