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Cuervos, vampiros, fantasmas y otros personajes de terror

La conexión entre el más allá y el más acá es una constante en la literatura del horror y uno de sus principales atractivos
El filme ‘Frankenstein’, de J. Whale, basado en el libro de Mary Shelley
photo_camera El filme ‘Frankenstein’, de J. Whale, basado en el libro de Mary Shelley. EP

Todavía es otoño y, sin embargo, ya se siente el invierno, asomando como un cuervo su oscuro plumaje sobre los campos. Un momento propicio para los relatos de miedo. Crímenes y sucesos inexplicables; fantasmas o aparecidos. Es tiempo para este tipo de historias, auspiciadas por las festividades de Samaín o del día de difuntos, cuando se hace tan palpable la vida de los muertos.

El terror es uno de los géneros por excelencia de la narrativa, no sólo por el interés que despierta en los lectores, también porque escritores de todos los tiempos han paseado su pluma por acantilados, bosques tenebrosos, casas encantadas y espacios lóbregos en general. La pluma de El cuervo es la más siniestra. Me refiero al personaje de Edgar Allan Poe cuya presencia anuncia de antemano la muerte y su indómito muro. Algo diferentes sucede en la mayor parte de estas historias; en ellas la vida y la muerte está apenas separada por un fino y casi inexistente velo. 

Si fueron los románticos quienes pusieron de moda este tipo de literatura, con obras tan valiosas como Frankenstein de Mary Shelley o Carmilla de Sheridan Le Fanu, en cierto modo precedente de Drácula de Bram Stoker, no pocos continuadores han transitado los caminos que estos señalaron. Así, la historia de las letras está repleta de personajes siniestros con quienes los autores han asaltado nuestras horas más ociosas. Algunos cuentos de Poe son, para quien todavía no los conozca, la senda a uno de los grandes maestros de la literatura de terror, y este puede conducirnos a otras sinuosas curvas literarias: Un habitante de Carcosa de Ambroise Bierce, donde ciudad y cementerio se solapan, El guardavías de Charles Dickens, en el que una aparición se hace presente en la oscuridad.

Sería recomendable acercarse a cualquiera de las múltiples antologías de la literatura de terror que recogen estos relatos y muchos otros. Felices pesadillas, de una editorial ya clásica para el género, la gótica Valdemar, incluye a algunos de los autores más representativos. Además de los mencionados, destacan: E.T.A. Hoffmann, Wilkie Collins, Guy de Maupassant, H. P. Lovecraft, o Richard Matheson. Muchos de ellos incursionaron también en la novela de terror. Los elixires del diablo, La dama de blanco, En las montañas de la locura o La casa infernal son sólo algunos títulos y, aunque no todos tienen a los muertos como protagonistas, la muerte es un peligro que acecha tras todas las historias.

Y para subsanar el casi completo olvido de las mujeres escritoras en algunas antologías, debo mencionar el titulado Damas oscuras: cuentos de fantasmas de escritoras victorianas, una joya de la editorial impedimenta, que recoge a algunas tan conocidas como Charlotte Brönte (hermana de Emily Brönte, la autora de Cumbres borrascosas) y Margaret Oliphant (cuya novela La puerta abierta es sobradamente conocida). De la misma editorial, destaca el volumen titulado Reinas del abismo: cuentos fantasmales de las maestras de lo inquietante.

Siguiendo con escritoras y relatos sombríos es ineludible mencionar a la española Cristina Fernández Cubas, en quien lo aterrador y la búsqueda existencial se conectan a través de la alucinación. Sólo hay que pensar en sus recopilaciones de cuentos fantásticos Los altillos de Brumal y, sobre todo, La habitación de Nona, testimonio de la artificial frontera entre lo terrenal y lo espiritual. Entre las autoras que manejan con destreza la herramienta de la escritura quiero destacar a Daphne de Maurier, de cuya mano han salido obras tan alucinadas y alucinantes como la novela Rebeca o el relato Los pájaros; ambas llevadas al cine por Alfred Hitchcock.

Resulta representativa su novela El chivo expiatorio, que trata con maestría el tema del doble, usado con anterioridad (aunque de forma muy diferente) por R. L. Stevenson en El doctor Jekill y Mr. Hyde, y que parte de una sencilla premisa: la casi universal tendencia del ser humano a envidiar la vida de los otros. No puedo desterrar la recomendación de una amiga, gran captadora y catadora de libros valiosos. Se trata de La cámara sangrienta, un libro de cuentos en que la escritora, Ángela Carter, ha trasformado magistralmente personajes tan manidos como Caperucita roja o el gato con botas. El primer texto, el que da título al libro, incluye un moderno Barba Azul, cuyo cuarto cerrado mantiene al lector atento desde la primera hasta la última página. 

De la convivencia no siempre amistosa, aunque sí enigmática entre vivos y muertos, son muestra otros grandes títulos de la literatura universal. Por pasión personal, no puedo dejar de mencionar Pedro Páramo de Rulfo, en el que un agónico Juan Preciado visita un inhóspito lugar llamado Comala; Aura de Carlos Fuentes, cuyo protagonista acude a una vieja casa, donde el desdoblamiento de presencias y ausencias se convierte en un elemento de primer orden, o La invención de Morel de Bioy Casares, en la que un artilugio provoca, de forma igualmente fantasiosa, la comunicación entre los dos mundos. Y volviendo a Poe y a su cuervo milenario, no dejaré de mencionar al autor que ha sido conocido como su homólogo polaco. Su libro de relatos El diablo del movimiento está compuesto por historias que comparten el tema de los trenes, y cuyos personajes se desplazan de un cuento a otro como los propios ferrocarriles al cambiar de vía. 

Ya los cuervos despiden a octubre, con sus graznidos, como emblemáticos mensajeros del mundo sobrenatural y, con dos palabras, repetidas hasta el hartazgo como un mantra pavoroso, desatan uno de nuestros miedos más ancestrales, el de la muerte como una disolución irreversible. No sólo para nosotros, también –y más terrorífico si cabe–  para nuestros seres queridos. Como a aquella Leonor del bostoniano a la que… nunca, nunca más. 

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